Zenobia Camprubí tradujo una selección de textos, poemas, cuentos, etc., de Rabindranath Tagore. Lo hizo con la particular ortografía de su esposo, Juan Ramón Jiménez. El libro se llamó Obra escojida. Entre los relatos de Obra escojida se encuentra uno titulado Una vez hubo un Rey, y empieza así:
“Una vez hubo un Rey…”
Cuando niños no nos hacía falta saber quién era el Rey de los cuentos de hadas. Poco importaba que se llamase Shiladitya o Shaliban, que viviera en Kashi o en Kanauj. Lo que hacía palpitar, gozoso, el corazón del niño de siete años era esta sola verdad soberana, esta realidad de realidades: “Una vez hubo un Rey…”
Pero los lectores de hoy son más escrupulosos y exijentes. Si algún cuento se comienza ahora de este modo, se ponen en el acto críticos y suspicaces, y enfocando con su ciencia a la neblina lejendaria, preguntan:
“¿Qué Rey?”
A su vez, los cuentistas se han hecho mucho más precisos. No se contentan ya con el viejo e indefinido: “Una vez hubo un Rey…” sino que, tomando un aire sabihondo, comienzan: “Una vez hubo un Rey llamado Ajatasatru…”
Sin embargo, la curiosidad del lector moderno no queda satisfecha con esto. Pestañea al cuentista tras sus espejuelos científicos, y le pregunta: “¿Cuál Ajatasatru?”
“No hay niño de escuela que no sepa – sigue el cuentista – que hubo tres Ajatasatrus. El primero nació en el siglo veinte antes de Cristo, y murió a la temprana edad de dos años y ocho meses. Deploro profundamente que sea imposible encontrar, de fuente fidedigna, un relato preciso de su reinado. El segundo Ajatasatru es bastante mejor conocido por los historiadores. Si consulta usted la nueva Enciclopedia Histórica…”
Llegado aquí, las sospechas del lector moderno han desaparecido. Siente que puede confiar en su autor; y se dice a sí mismo: “¡Vamos a oír un cuento edificante e instructivo a un tiempo!”
¡Ay cómo nos gusta que nos engañen! Por un secreto temor de que se nos crea ignorantes, acabamos por ser ignorantes después de todo, solo que lo hemos conseguido de un modo prolijo e intrincado.
Dice un proverbio inglés: “No me preguntes y no te engañaré.” Todo niño de siete años que oye un cuento de hadas comprende esto perfectamente, y no pregunta mientras el cuento dura. Así la pura y bella falsedad sigue inocentemente desnuda, como un recién nacido, transparente como la verdad misma, límpida, como una fresca fuente borbotante. Mas la pesada y copiosa mentira de los modernos no puede perder su verdadero carácter velado y envuelto. Y si en cualquier instante la más breve sombra le decepciona, el lector deja el cuento con una repugnancia mojigata, y el cuentista queda desacreditado.
De jóvenes, comprendíamos todas las cosas útiles, y podíamos discernir la dulzura de un cuento de hadas con infalible intuición. Nada nos daba de esa cosa inútil que se llama la sabiduría. Nos bastaba con la verdad. Y nuestros corazones sin sofismos sabían bien dónde estaba el Palacio de Cristal de la Verdad y por dónde se iba a él. Hoy nos piden que escribamos cosas sucedidas, pero la verdad es sencillamente esta: “Una vez hubo un Rey…”
Guillermo Linares.
Profesionales por el Bien Común.