Nuestra naturaleza confía más en las personas que en la tecnología

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Un día, la investigadora de la Universidad de Louisville (EE. UU.) Judith Danovitch escuchó a su hijo interrogar a Siri en el iPad que de la familia. «¿De qué color es la camisa que llevo puesta?», preguntó el niño de cuatro años.

 

Danovitch cree que su hijo estaba probando los límites del conocimiento de Siri, algo que, según su investigación, suele ocurrir con los niños de esa edad. Y cuantos más estudios se llevan a cabo en este campo, más se confirma este comportamiento.

 

En uno de sus trabajos, publicado en mayo, Danovitch y sus colegas realizaron un «estudio de confianza selectiva» en niños chinos. A distintos grupos separados por edades de cinco a ocho años se les hacían las preguntas como: «¿Cuántos días tarda Marte en girar alrededor del Sol?» De forma paralela, Danovitch y sus colegas les ofrecían respuestas contrarias: según internet la respuesta es 600 días; pero su maestra dijo 700 días. ¿A quién creerían? (La respuesta, por cierto, es 687 días).

 

Resulta que los niños confían muchísimo más en su maestra, incluso si se equivoca. Eso tiene sentido: conocen a su maestra, quien ha desarrollado una fuerte relación con ellos. Pero los niños también preferían a sus compañeros antes que a internet, a pesar de que sabían que sus amigos tenían aproximadamente la misma cantidad de conocimientos que ellos.

 

La teoría de Danovitch de por qué los niños se comportan de esta manera consiste en la idea de que los asistentes de voz, y por extensión, internet, son algo amorfo y difícil de entender. Si un niño cree que una diminuta mujer llamada Alexa vive en su cocina  (como Danovitch explica que fue el caso de su hijo), intentará entender no solo cómo funciona sino en qué se basa su conocimiento para empezar. Confiar en otra persona, por otro lado, es una característica programada por defecto en nuestros cerebros.

 

A principios de este año, la investigadora de la Universidad Northwestern (EE. UU.) Silvia Lovato presentó una investigación sobre cómo los niños estadounidenses, del mismo rango de edad que los que estudió Danovitch, no solo tenían dudas sobre los asistentes de voz, sino también mucha creatividad en sus intentos de comprobar la fiabilidad de los dispositivos.

 

Lovato asegura que los niños bombardeaban a los asistentes con preguntas. Las criaturas fantásticas eran inevitables: el trabajo de Lovato se titula «Hola Google, ¿existen los unicornios?» Los asistentes de voz suelen estar programados para responder «No lo sé» a este tipo de preguntas (Papá Noel, el conejito de Pascua y el ratoncito Pérez, etcétera), pero esto reduce su credibilidad de cara a los niños.

 

Los trabajos de Danovitch y Lovato sugieren no solo que los niños son mucho más sofisticados con la tecnología de lo que pensamos, sino también que nosotros, como humanos, tenemos un sentido arraigado de desconfianza hacia las fuentes desconocidas que, de alguna manera, se vuelve más difuso a medida que envejecemos. La avalancha de noticias falsas y las desenfrenadas campañas de desinformación, ahora tan comunes en las redes sociales, pueden crear la sensación de que los humanos no investigamos las fuentes tan profundamente como deberíamos. Estos estudios indican lo contrario: la tecnología no es algo en lo que confiamos por naturaleza, o al menos no lo hacemos cuando somos niños.

 

Danovitch concluye: «Los niños prestan atención. Recuerdan quién sabe de qué están hablando y quién no. Los niños no creen ciegamente en cualquier respuesta que reciben. Y en cuanto internet o programas informáticos; tampoco creen en ellos tan ciegamente».

 

Fuente

 

 

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