¿Puede el capitalismo construir el Bien Común?

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 por Alasdair MacIntyre

En muchos ordenamientos sociales premodernos, precisamente porque los pobres ofrecen productos y servicios que los ricos necesitan, hay alguna relación recíproca entre ricos y pobres, relación gobernada por criterios establecidos por la costumbre. Y en tales sociedades es característico que los pobres tengan, y que se les reconozca su derecho a tener, sus propios recursos: una participación en el producto de la tierra que trabajan, derechos reconocidos por la costumbre sobre las tierras comunes, y otros semejantes. Pero la relación entre capital y trabajo es tal que implica inevitablemente una dependencia totalmente unilateral del trabajo con respecto al capital, excepto cuando los trabajadores se rebelan contra las condiciones de trabajo. Cuanto más efectivo es el empleo del capital, tanto más se convierte el trabajo solo en un instrumento de los objetivos del capital, y un instrumento cuyo tratamiento está en función de las necesidades de formación de capital y de optimización de los beneficios a largo plazo.

Las relaciones que resultan de esto son las relaciones impersonales impuestas por los mercados capitalistas a todos los que participan de ellos. Lo que está necesariamente ausente de esos mercados es cualquier tipo de justicia relacionada con lo que uno merece. Los conceptos de salario justo o de precio justo no tienen, por fuerza, aplicación alguna en las transacciones de esos mercados. El trabajo duro, concienzudo y hecho con destreza si no genera beneficio suficiente -algo que el trabajador no tiene capacidad de determinar-, siempre podrá ser recompensado con desempleo. Para los trabajadores, se hace imposible entender su trabajo como contribución al bien común de una sociedad que, a nivel económico, ya no tiene ningún bien común, debido a los intereses diferentes y enfrentados entre sí de las diversas clases sociales. Las necesidades de incremento de capital imponen a los capitalistas y a los que gestionan sus empresas la necesidad de sacar del trabajo de sus empleados un beneficio extra que esté a disposición del capital y no de los trabajadores. Es verdad, por supuesto, que el hecho de que la capacidad de una empresa de generar beneficios a la larga necesite una fuerza laboral estable y en la medida de lo posible, satisfecha, significa que esa explotación, para ser efectiva con el paso del tiempo, tiene que asumir a veces un rostro relativamente benigno. Y está claro que es mucho, pero mucho, mejor que el capitalismo consiga un nivel de vida creciente para una gran cantidad de personas que el que no lo haga. Pero ninguna tasa de crecimiento del nivel de vida altera por sí misma la injusticia de la explotación. Y lo mismo es verdad de otros dos aspectos de la injusticia.

Unas relaciones de justicia entre individuos y grupos requieren que los términos de su relación sean tales que sea razonable para esos individuos y grupos acordar libremente esos términos. Así la libertad para aceptar o rechazar unas condiciones particulares de empleo, y la libertad para aceptar o rechazar unas condiciones particulares de intercambio en el libre mercado, son elementos cruciales para que esos mercados sean libres de hecho.

(…) Pero en los mercados del capitalismo moderno los precios son impuestos con frecuencia por factores externos un mercado particular: aquellos, por ejemplo, cuyos medios de subsistencia han quedado sometidos a las fuerzas internacionales del mercado por haberse hecho exclusivamente productores de un producto para el que había, pero ya no hay, una demanda internacional, se verán obligados a aceptar unos precios bajos que les son impuestos, o incluso la bancarrota de su economía. Las relaciones de mercado en el capitalismo contemporáneo son en gran medida relaciones impuestas, tanto sobre los trabajadores como sobre los pequeños productores, mucho más que libremente escogidas en ningún sentido real.

En esta descripción de la injusticia característica del capitalismo, he tratado de dejar claro hasta ahora que, cuando los defensores del capitalismo señalan con razón que el capitalismo ha sido capaz de generar una prosperidad material superior, y para un número de gente mayor que ningún otro sistema, lo que dicen es irrelevante como respuesta a estas acusaciones de injusticia. Pero el creciente nivel de prosperidad material en las economías capitalistas está además estrechamente vinculado con otros aspectos de su fracaso en relación con la justicia.  No es solo que los individuos y grupos no reciben lo que merecen, sucede también que son educados -o, más bien, maleducados- para creer que aquello a lo que deben aspirar y que deben esperar no es lo que merecen, sino cualquier cosa que se les ocurra desear. En la inmensa mayoría de los casos, tienen que considerarse a sí mismos principalmente como consumidores cuyas actividades productivas y prácticas no son más que un instrumento de consumo. Lo que constituye el éxito en la vida se reduce a la adquisición exitosa de bienes de consumo, y de este modo se sanciona todavía más esa ansiedad por adquirir cosas que con tanta frecuencia es un rasgo característico necesario para el éxito  en la acumulación del capital. No es sorprendente que la pleonexia, la ansiedad por tener más y más, llegue a ser tratada como una virtud central. Y sin embargo, los teólogos cristianos de la Edad Media habían aprendido de Aristóteles que la pleonexia es el vicio que se contrapone a la virtud  de la justicia. Así, pues no es simplemente la tendencia general al pecado de los hombres la que genera los actos individuales concretos de injusticia, además de la injusticia institucional del capitalismo mismo. Es que el capitalismo ofrece también incentivos permanentes para desarrollar un tipo de disposición propensa a la injusticia.

Finalmente, es bueno observar que, aunque las acusaciones cristianas al capitalismo han centrado su atención justamente en los daños ocasionados a los pobres y explotados, el cristianismo tiene que valorar cualquier orden social y económico que considere que el ser rico o el hacerse rico es algo sumamente deseable, como algo que hace daño a quienes, además de tener que aceptar sus metas, consiguen alcanzarlas. Las riquezas son, desde el punto de vista bíblico, una aflicción, un obstáculo casi insuperable para alcanzar el reino de los cielos. El capitalismo es tan malo para los que triunfan según sus criterios como para los que no triunfan según esos mismos criterios, algo que muchos predicadores y teólogos se han olvidado de reconocer.

 

Extracto de la magnífica introducción (ed. de1995) del libro

«Marxismo y Cristianismo»

Nuevo Inicio. Granada. 2007

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