La política no puede ser separada de la moral. Santo Tomás Moro

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La política no puede ser separada de la moral. ¿De qué le sirve al  hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

De la vida y el martirio de Santo Tomás Moro brota un mensaje: La inalienable dignidad de la conciencia. Este fue el punto crucial de su vida como padre y esposo, político, juez y abogado y servidor de de su país promocionando el Bien Común.

Tomás Moro nació en Londres el 7 de febrero de 1478 y fue decapitado en la misma ciudad el 6 de julio de 1535. Laico, casado y padre de cuatro hijos, por la coherencia con sus convicciones cayó en desgracia del rey Enrique VIII al oponerse a sus pretensiones. Fue canonizado por Pío XI en 1935, y  San Juan Pablo II lo proclamó patrono de los gobernantes y de los políticos en el 2000.

La inalienable dignidad de la conciencia,  es el núcleo más secreto  del hombre y la mujer. Cuando escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta, con seguridad,  sus actos hacia el bien. Precisamente por el testimonio, dado hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral. Especialmente entre los que están llamados a la vida política, su figura es reconocida como fuente de inspiración para una política que tenga como fin supremo el servicio a la dignidad de la persona  y al bien común.

Estimado por todos por su indefectible integridad moral, su agudeza de ingenio, su carácter alegre y simpático y su erudición extraordinaria, en 1529, en un momento de crisis política y económica del país, el rey le nombró canciller del Reino. Tomás, primer laico en ocupar este cargo, afrontó un período extremadamente difícil, esforzándose en servir al rey y al país. Fiel a sus principios, trató de promover la justicia e impedir el influjo nocivo de quienes buscaban sus propios intereses en detrimento de los débiles. En 1532, no queriendo dar su apoyo al proyecto de Enrique VIII que quería asumir el control sobre la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión. Se retiró de la vida pública, aceptando sufrir con su familia la pobreza y el abandono de muchos que, en la prueba, se mostraron falsos amigos.

El rey, en 1534, lo hizo encarcelar en la Torre de Londres, donde fue sometido a diversas formas de presión psicológica. Tomás Moro no se dejó vencer y rechazó prestar el juramento que se le pedía, porque ello hubiera supuesto la aceptación de una situación política y eclesiástica que preparaba el terreno a un despotismo sin control. Durante el proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de sus propias convicciones. Condenado por el tribunal, fue decapitado.

En las instituciones donde desempeñó sus cargos quería servir NO al poder, sino al ideal de la Justicia. De hecho, él nunca buscó los cargos que desempeñó, sino que le buscaron a él por su gran formación intelectual, su honestidad e integridad moral. Despreció honores, riquezas y la vanidad del éxito. Esto permitió que gozara de una gran libertad, que le permitía mantenerse fiel en una conducta intachable.

Consideraba que el poder por el poder era diabólico; es soberbia, pensar en sí, en la propia carrera, en el propio interés. ¡Lo opuesto al servicio de la comunidad! En este sentido señalar que un contemporáneo de Tomás Moro fue Nicolás Maquiavelo. Éste llegó a decir: Amo a mi ciudad más que a mi propia alma. Es decir, Maquiavelo puso la conveniencia por encima de la verdad, el propio interés por encima del bien común. Todo lo contrario al testimonio de martirio de Santo Tomás Moro, que en algunas cartas habla del “respeto a su alma”

Cultivó profundamente su conciencia tras largas horas de reflexión y estudio. Hablar de inalienable dignidad de conciencia no significa de ningún modo tomar caprichosamente cualquier decisión, sino la aptitud y obligación de buscar la verdad en cualquier asunto, buscar la justicia y el bien común. Coherente con esta conciencia verdadera y recta, escribió a su hija Margaret en los últimos meses de su vida: La claridad de mi conciencia hizo que mi corazón brincara de alegría.

Moro tuvo que enfrentarse a los vaivenes emocionales de un rey, Enrique VIII, que como denuncia  San Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis Splendor al referirse al síndrome de la “conciencia creativa”, “creaba” la verdad según sus caprichos y luego bajo el “peso de su conciencia” obraba el mal bajo sin ningún remordimiento, pretendiendo que los demás se adhirieran a ese modo peculiar de reelaborar la verdad según sus antojos.

Este proceder es dominante en la política de nuestros días. Los políticos, desde el relativismo subjetivista, “crean su verdad”, pretendiendo que cada uno de nosotros nos sometamos a esta “nueva visión de la verdad”.

Santo Tomás Moro fue un hombre  muy simpático, profundamente alegre, porque tuvo una vida plena, con un increíble sentido del humor que va a demostrar hasta la muerte, despojado de todo.

Entre los santos, el humor es una virtud. En el momento de morir decapitado, Tomás Moro le dijo entonces al oficial que dirigía la ejecución, y que tenía una actitud sumamente seria: ¿Puede ayudarme a subir?, porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo. Era una actitud llena de humor ante su muerte.

El rey Enrique VIII le prohibió hablar, porque sabía lo que era capaz de provocar en la gente. No se le permitió, pues, pronunciar un discurso, y el condenado solamente pudo decirle al verdugo, al oficial de la ejecución: Fíjese que mi barba ha crecido en la cárcel; es decir, ella no ha sido desobediente al rey, por lo tanto no hay por qué cortarla. Permítame que la aparte.

Para tener este sentido cristiano del humor, rezaba:

«Señor, ten a bien darme un alma que desconozca el aburrimiento, que desconozca las murmuraciones, los suspiros y las lamentaciones; y no permitas que me preocupe demasiado en torno de ese algo que impera, y que se llama yo…
Obséquiame con el sentido del humor. Concédeme la gracia de entender las bromas, para que pueda conocer algo de felicidad, y sea capaz de donársela a otros. Amén».

La despedida de Tomás Moro a su hija Margarita, escrita en la cárcel poco antes de su martirio

“Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.
“Aunque estoy convencido, mi querida Margarita, de que la maldad de mi vida pasada es tal que merecería que Dios me abandonase del todo, ni por un momento dejaré de confiar en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes de prestar juramento en contra de mi conciencia”.

¡POR UNA POLÍTICA AL SERVICIO DEL BIEN COMÚN!

M. Mar Araus

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