Frank Sherwood Taylor, el científico agnóstico

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Suele aducirse el caso Galileo para mermar la credibilidad de la Iglesia. Pero, al menos en un caso, sucedió exactamente lo contrario. Un científico de renombre, en la tesitura de dar una conferencia sobre el asunto (que le fue solicitada por error: así actúa la Providencia), tuvo que estudiarlo a fondo y encontró en él algunos de los argumentos que le llevaron a convertirse al catolicismo.

 

Un gran divulgador científico

Se trata de Frank Sherwood Taylor (1897-1956), nacido en el condado inglés de Kent y primorosamente educado en la histórica Sherborne School de Dorset. Tras concluir el bachillerato en clásicas, fue movilizado durante la Primera Guerra Mundial. El 12 de octubre de 1917, en la batalla de Passchendaele, cerca de Ypres (Bélgica), se ofreció para sustituir en un lugar de riesgo a un soldado de mayor edad y resultó gravemente herido. Sufrió catorce operaciones en los nueve meses siguientes, quedándole una cojera permanente.

En 1919 pudo por fin comenzar su carrera universitaria, pero no fue en letras, sino en ciencias. Parece ser que su experiencia bélica y hospitalaria le motivó a buscar las aplicaciones de la ciencia para usos pacíficos, y se matriculó en la prestigiosa facultad de Química de Oxford, donde obtendría sus grados de licenciado y doctor. En 1933 se convirtió en profesor de Química Orgánica en la Universidad de Londres, y en 1934 publicó un libro sobre experimentos sencillos de su especialidad, The young Chemist [El joven químico], con el cual, por ejemplo, dio sus primeros pasos infantiles como investigador el biólogo Sydney Brenner, Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 2002.

Sherwood Taylor continuó con esa línea de trabajo, y en 1936 comenzó a escribir una serie de libros de divulgación científica bajo el título genérico The world of science [El mundo de la ciencia].

 

De las costumbres victorianas al agnosticismo

¿Qué pensaba Sherwood Taylor de la religión? Era hijo de padre agnóstico y madre anglicana, fue bautizado y los domingos acudían a la iglesia. Pero él es muy sincero: «Me temo que mi educación religiosa fue casi inútil para alguien que estaba destinado a destacar en una sociedad no-religiosa… Toda la familia, salvo tal vez mi padre, se consideraba cristiana, pero nuestra conducta no se regulaba con referencia a Dios, sino a las reglas sociales imperantes en el primer periodo eduardiano [Eduardo VII, 1901-1910]».

Perdió la fe en la adolescencia, guiado por lecturas cientificistas que le hicieron adherirse al materialismo y al positivismo. Se consideraba agnóstico, pero abrigaba dudas: «No podía ver cómo sumando un átomo con otro podíamos conseguir vida y pensamiento». Y aunque aceptó la hipótesis evolucionista, no le encajaban conceptos como la belleza. ¿Por qué es tan hermosa una flor salvaje que solo sirve para que una abeja libe su néctar? «¿Qué lugar ocupa [la belleza] en el esquema evolucionista?», se preguntaba.

Con todo, Sherwood Taylor mantuvo su agnosticismo al tiempo que iba destacando cada vez más en su ámbito de investigación científica. Hasta que, en 1937, explica, «tuve mi primer contacto con la Iglesia católica por medio de la más improbable de las providencias».

 

Galileo entra en escena… y Dios también

Fue así: «La Asociación de la Prensa Racionalista escribió a otra persona con mi nombre pidiéndole una conferencia. Me enviaron la carta por error y ofrecí mis servicios. ¿Sobre qué querrían que hablase?, me pregunté. ¿Cuál había sido la mayor crisis del racionalismo en la historia de la ciencia, que era mi especialidad? Sin duda el caso Galileo, de quien poco sabía entonces. Decidí aceptar el tema y dar la conferencia. Una vez dada, continué estudiando y escribí un libro sobre su vida. A medida que estudiaba los documentos y la historia en detalle, me di cuenta de que la leyenda aceptada corrientemente sobre Galileo estaba llena de distorsiones deliberadas introducidas por escritores anticatólicos y racionalistas«.

En efecto, en 1938 publicó Galileo and the freedom of thought [Galileo y la libertad de pensamiento] como parte de un proceso de reflexión que le condujo a ser recibido en la Iglesia católica el 15 de noviembre de 1941, cuando tenía 44 años y ya era un científico de gran prestigio.

El interés por el caso Galileo y sus trabajos de divulgación le convirtieron en una referencia de su tiempo en historia de la ciencia. Se especializó en la vida, obra y pensamiento de los alquimistas griegos y medievales, a quienes consagró varios títulos. Entre 1940 y el año de su muerte fue, en distintos periodos, conservador del Museo de Historia de la Ciencia de Oxford, director del Museo de la Ciencia de Londres y presidente de la Sociedad Británica de Historia de la Ciencia. Su muerte sería reconocida también como una gran pérdida por los expertos en filosofía de la ciencia, pues también había fundado en el Queen Mary’s College de Londres un grupo de estudio sobre ese área.

 

La verdad del caso Galileo

¿Cuál fue la verdad del caso Galileo que, en vez de alejarle de la Iglesia, le acercó a ella?

John Beaumont lo detalla en el capítulo que consagró a Sherwood en el volumen colectivo Intelligible Design [Diseño Inteligente], dirigido por los físicos españoles Julio Gonzalo y Manuel Carreira, S.I., principal fuente de este artículo.

En primer lugar, Sherwood Taylor comprobó que, en realidad, Galileo Galilei (1564-1642) nunca demostró que la tierra girase alrededor del sol. Las pruebas basadas en las mareas que adujo en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632) se demostraron a los pocos meses como matemáticamente incorrectas. Sus descubrimientos astronómicos (los montes lunares, los satélites de Júpiter, las fases en la aparición de Venus) respaldaban la teoría copernicana, pero no la probaban. Y no podía rebatir los obstáculos teóricos al modelo geocéntrico, que derivaban de una teoría de la gravedad que no formularía Isaac Newton hasta 1687.

En rigor, las pruebas del modelo geocéntrico fueron llegando a cuentagotas: el cálculo de la velocidad de la luz por Oele Roemer en 1675, la observación por James Bradley en 1728 de la aberración de la luz [aparente desplazamiento de un objeto debido a la velocidad del observador], la medición de la paralaje estelar por Friedrich Bessel en 1837 -primera demostración en sentido estricto- o el péndulo de Léon Foucault en 1851. Hay que tener en cuenta que una cosa es el encaje teórico de unos hechos en un modelo matemático (las leyes de Kepler [Johannes Kepler, 1571-1630] o de Newton) y otra la demostración física de la realidad de un fenómeno. ¿Por qué satanizar entonces a la Iglesia, se preguntaba Sherwood Taylor, por exigir unas pruebas que Galileo no aportó antes de cancelar una visión de la realidad que parecía cuadrar mejor con el relato bíblico? «Es cierto que la Iglesia no jugó un papel admirable» en la resolución del caso, reconocía el químico inglés, «pero fue difamada arteramente». [Pincha aquí para una comprensión del caso Galileo desde el punto de vista de la cosmología de su tiempo.]

Es más (y éste era el segundo punto del que alertó a Sherwood Taylor), ¿por qué se alegaba tanto este caso contra la Iglesia, sabiendo que un error en un caso como éste no comprometía su infalibilidad, la cual, como él mismo explicaba, solo existe «en materias de fe y moral deliberadamente promulgadas como artículos de fe por un Papa o un Concilio general»?: «La decisión de 1616 fue solo la opinión de un comité de expertos sobre lo que podía creerse con certeza, no era infalible».

En tercer lugar, la condena en sí exigía muchos matices, porque los adversarios de la Iglesia no tenían en cuenta el «choque de personalidades» que había tenido lugar entre Galileo y su «sarcástica pluma» y el Papa de quien se burlaba, ni tampoco que los hechos sucedían en plena tormenta europea con el protestantismo justo en cuanto a la interpretación de las Escrituras. Le indignaba también que se cargasen tanto las tintas contra la Iglesia, siendo así que Copérnico, a quien Lutero y otros líderes protestantes condenaban, había sido homenajeado por obispos y cardenales en los jardines del Vaticano cuando presentó allí su teoría heliocéntrica.

Sherwood Taylor, siguiendo a otros estudiosos del caso, consideraba que, a pesar de su fallo final, la Iglesia se había limitado a ser cautelosa ante un contexto de virulenta confrontación sobre quién tenía potestad para determinar qué dice la Biblia.

Por último, el científico inglés, aunque entiende que el Santo Oficio actuó «torpemente», recuerda la verdad del caso frente a la mitología trazada en torno a él. Galileo nunca fue torturado ni murió en la hoguera. Condenado a arresto domiciliario de por vida, lo pasó al principio en casa de dos amigos, para luego cumplirlo en su propia villa. Allí vivió de una pensión que le pasaba el Papa, mientras continuaba sus estudios y recibía discípulos de todo el mundo. Nunca dijo Eppur si muove [Y sin embargo, se mueve]. Nunca dejó caer bola alguna desde la Torre de Pisa. Y murió como un buen católico que siempre fue, tras recibir los sacramentos y en compañía de su hija monja.

 

Dos factores decisivos para la conversión

A la luz de todos estos hechos, Sherwood Taylor se hizo el siguiente razonamiento: «Si las afirmaciones sobre la oposición de la Iglesia a la ciencia están tan débilmente fundadas, lo mismo podía pasar con todas esas historias sobre sus maldades, fraudes y supersticiones que mis lecturas protestantes y racionalistas habían puesto en mi mente. Aún no creía, pero ahora estaba abierto a creer«.

 

¿Qué factores le hicieron avanzar?

Primero, que conoció a «dos católicos», cuyo nombre no reveló, que iluminaron para él «lo que podía ser el cristianismo en acción»: dos personas «caritativas, humildes y sin embargo inflexibles en la fe, que irradiaban santidad para todo aquel que tuviese ojos para verla… Sospecho que un cristiano que vive la fe vale tanto como una librería llena de tratados o un ejército de predicadores elocuentes».

Un segundo factor para su conversión fue una reflexión sobre los graves males que veía en su propio tiempo, sometido al ingenuo optimismo del mito cientificista y de la ideología del Progreso. Comprendió que no es la ciencia lo que hace el mundo mejor: «Lo que el mundo necesita no es más conocimiento, sino mejores personas… La escandalosa crueldad y la opresión económica del siglo XIX se debían a la maldad de los hombres más que a la ignorancia sobre la naturaleza… No podía ver otra fuente de una ética altruista que la creencia en Dios«.

Dos objeciones

Predispuesto con estos pensamientos, a Sherwood Taylor solo le quedaba someter a su mente racional dos puntos clave: ¿es la ciencia compatible con la fe en algo sobrenatural? ¿Son creíbles (históricos) los hechos narrados por las Escrituras?

Lo primero era claro: «La ciencia no puede afirmar ni negar lo que no se manifiesta en forma de fenómenos que puedan ser abordados mediante el método científico«. En la línea que había explicitado y teorizado Pierre Duhem (1861-1916) en La teoría física, comprendió que la ciencia se limita a establecer relaciones matemáticas entre cantidades mensurables. Todo lo demás cae fuera de su objeto.

En cuanto a la historicidad de los Evangelios, descansaba sobre «testimonios» cuya credibilidad dependía de un juicio de valor, y al leerlos los vio como «obra de hombres que estaban diciendo la verdad: nadie podría haber inventado un personaje como Nuestro Señor«.

 

San Agustín y una voz

Sherwood Taylor leyó las Confesiones de San Agustín y se hizo esta pregunta: «Este hombre tenía un problema similar al mío. Tenía una inteligencia más aguda que la mía y fuerzas espirituales muchísimo mayores. ¿Por qué su solución no podía ser la mía?»

Pese a todas estas reflexiones, todavía dudaba, y así se mantuvo un tiempo hasta que vivió un discreto pero nítido camino de Damasco: «Un día, de forma repentina e inesperada, escuché dentro de mí las palabras: ‘¿Por qué estás desperdiciando tu vida?’ Me convencieron de inmediato y borraron todas mis dificultades. El mundo había cambiado. Ahora sabía para qué estaba yo en él, había recibido un mandato y solo me quedaba deshacerme de la porquería y reconstruir».

¿Por qué, en vez de acudir al anglicanismo que había conocido de niño, se dirigió a una parroquia católica para ser instruido? «No dudé ni por un momento de que era voluntad e intención de Dios llevarme allí. San Agustín era mi maestro, y tampoco dudé qué Iglesia, de haber vivido hoy, habría reconocido como la suya«.

 

Apologista y traductor de obras espirituales

A raíz de su conversión y de ser recibido en la Iglesia católica, Sherwood Taylor escribió varias obras para dar razón de su fe. En una de ellas, Two ways of life: christian and materialist [Dos formas de vivir: cristiana y materialista], examina el impacto de esas dos cosmovisiones, cristiana y materialista, sobre el individuo y sobre la sociedad. Parten de principios contrapuestos: o la vida tiene una finalidad (dar gloria a Dios y salvar tu alma) o no la tiene. En este segundo caso, el hombre tiene que recurrir a lo que llamaba «juguetes» (el dinero, el placer, el poder) para llenar, de mala manera y siempre de forma incompleta, el vacío de la ausencia de fin y -por el determinismo inherente al materialismo- de libertad.

En cuanto a las concepciones sobre la vida en común, la cosmovisión cristiana ve la sociedad conformada por individuos dignos de amor con quienes estrechar lazos, mientras que la cosmovisión materialista la reduce a una masa susceptible de ser manipulada por utópicos o por burócratas… o por ambos a la vez.

 

Publicó otros trabajos para deshacer mitos en torno a la incompatibilidad entre ciencia y fe, y en torno a la actitud histórica de la Iglesia hacia la ciencia, como un artículo de 1944, «La Iglesia y la ciencia», o un librito de 1951 de título similar, La actitud de la Iglesia hacia la ciencia. En ambos destacaba un hecho: el comité que condeno a Galileo cometió, sí, un error, aunque ese error deba ser despojado de las falsedades con las que lo dibujó la propaganda anticatólica; pero un error semejante no se ha vuelto a repetir después ni había sucedido antes nada comparable. ¿Por qué, entonces, tanta insistencia y tanta inquina?

Asimismo, aplicando su amor a las letras clásicas y a la Edad Media, tradujo al inglés textos de autores místicos medievales como Las arras del alma [De arrha animae] de Hugo de San Víctor (1096-1141), y Las siete gradas de la escala del amor espiritual de Jan van Ruysbroeck (1294-1381).

 

Cuando murió el 5 de enero de 1956, la revista Ambix sobre historia de la alquimia, que había fundado en 1937, evocó en un obituario sus virtudes personales: «Las enormes dotes intelectuales de Sherwood Taylor iban acompañadas de una profunda sinceridad y de una inquebrantable lealtad a sus amigos. Pero no eran solo sus íntimos quienes podían acudir a él solicitando ayuda y consejo, que ofrecía siempre de forma generosa, ya fuese sobre cuestiones académicas o sobre asuntos prácticos».

Y ahí sí que no era la ciencia la que le impulsaba, sino la caridad que descubrió, sin detallar nunca sus perfiles, en aquellas dos personas cuyo ejemplo le ayudó a llevar a término su camino a la fe.

Fuente

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