El capitalismo actual es de vigilancia

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El capitalismo de vigilancia trabaja de un modo en el que se nos estimula para que nuestros deseos encajen en sus necesidades. La filósofa Shoshana Zuboff lo estudia en su último libro. Y muchas de sus hipótesis, vinculadas a la presencia tecnológica en todos los órdenes de nuestras vidas, parecen apuntar en la dirección correcta.

Develar los mecanismos que explican la etapa actual del capitalismo parece ser la obsesión de numerosos pensadores contemporáneos. Así nacen Capitalismo de plataformas de Nick Srnicek, Realismo capitalista de Mark Fisher, Capitalismo gore de Sayak Valencia o el más explícito aún Esto no es capitalismo. ¿Es algo peor? de McKenzie Wark, por mencionar algunos de los más evidentes intentos de recortar la esencia de una problemática que desborda cualquier recipiente teórico conocido. Las manifestaciones de una crisis terminal del sistema tal como lo conocemos se multiplican. Pero las categorías hacen agua a la hora de explicar orgánicamente fenómenos económicos, políticos, sociales, psicológicos y ambientales, en una suerte de teoría social del todo.

Entre estos intentos, sin embargo, el libro  The Age of Surveillance Capitalism [Capitalismo de vigilancia], de la profesora emérita en la Harvard Shoshana Zuboff, se destaca por describir acabadamente el desarrollo histórico y los procesos estructurales gracias a los cuales empresas tecnológicas con pocos años de existencia lideran los rankings bursátiles y marcan el rumbo de un nuevo mecanismo de acumulación. Si en tiempos coloniales se priorizaban el despojo y el saqueo de dinero, algodón, caucho o azúcar de las periferias geográficas, hoy en día se extraen datos obtenidos a escondidas, sin necesidad de látigos, de regiones fuera del alcance de nuestra conciencia. Zuboff es psicóloga y doctora en Filosofía, por lo que, a diferencia de otras miradas más economicistas o políticas (que a ella tampoco le faltan), pone el énfasis en la explotación sistemática de las subjetividades.

En la Antigüedad, quienes buscaban agua bajo la superficie y encontraban petróleo se sentían defraudados por su mala fortuna. Aún no existía el motor de combustión que diera sentido al «oro negro», como sí ocurrió en el siglo XX. En el siglo XXI, los fundadores de Google vieron que las búsquedas de los usuarios dejaban un rastro digital que se acumulaba. Cuando comenzaron a procesarlo, comprendieron su utilidad para conocer y segmentar a la población, predecir comportamientos futuros y, objetivo superior del capitalismo de vigilancia, producirlos. Desde entonces, como afirma Zuboff en el libro, «el capitalismo de vigilancia recupera unilateralmente la experiencia humana como materia prima gratuita para traducirla en datos de comportamiento». Es difícil comprender el poder de los datos en grandes cantidades (o big data) con las categorías conocidas. Lo más parecido en la experiencia son las encuestas, rudimentarias bisabuelas del big data que solo podían, en el mejor de los casos, conocer muestras de lo que la gente decía que hacía y pensaba. Los dispositivos actuales captan los rastros digitales que dejamos prácticamente todos, en tiempo real y a cada instante de nuestras vidas.

Pokémon Go

Cuando se descubrió el poder fluorescente del radio, un elemento químico radioactivo, se lo utilizó para todo tipo de curiosidades. Una de ellas fue hacer visible la hora en la oscuridad pintando los relojes. A principios del siglo XX, las operarias pasaban la lengua para afinar el pincel antes de marcar con radio el cuadrante. No estaban aún las condiciones para que sospecharan lo que pocos años después se hizo evidente: estaban introduciendo en su sistema un elemento radioactivo que las llevaría a una muerte dolorosa. De manera similar, pero más sutil, pocos de los cazadores de «pokemones» que recorrieron el mundo con su mirada en el celular para completar un álbum eran conscientes de ser ellos las presas cuyas pieles estaban a la venta.

Si la utopía del capitalismo de vigilancia es producir comportamientos en las masas, el futuro ya llegó: Pokémon Go es solo una muestra de esta potencia amable que nos seduce mientras escamotea sus secretos. Reconocer el deseo y cómo se construye permite convencer a millones de personas de seguir a un monstruo de fantasía hasta un McDonald’s o un Starbucks, empresas que pagarán una comisión por cada producto vendido. Pero los algoritmos de inteligencia artificial no siempre actúan de maneras tan evidentes. En general, aprenden por prueba y error, buscando correlaciones entre millones de variables, y así encuentran el mejor modo de vender un producto o a un candidato o viralizar una noticia falsa. Las pocas veces que son atrapadas en la escena del crimen, estas corporaciones primero niegan todo y, si la indignación es evidente, reconocen algún exceso antes de prometer el regreso a la senda correcta. Lo que nunca harán es resignar la búsqueda de formas superadoras de acumulación del insumo básico de su negocio. Cuando surge algún caso como el de las filtraciones de Edward Snowden o el escándalo de Cambridge Analytica, las corporaciones tecnológicas pueden maquillar los mecanismos de captación de datos o esconderlos en nuevas herramientas que nos deslumbran. Pero la maquinaria no se detendrá un segundo, como no lo haría un campesino con la guadaña en alto mientras queden cultivos por cosechar.

Es difícil dimensionar el poder de manipulación de corporaciones que funcionan como una cámara gesell. Desde el otro lado de la pantalla observan, acumulan datos y median con nuestro mundo virtual seleccionando a qué podremos acceder y cómo, recortando el mundo accesible de acuerdo con su modelo de negocios para ver cómo respondemos y seguir aprendiendo. Del otro lado del espejo se acumula lo que Zuboff llama el «texto en sombras», el que nos resulta inaccesible pero permite bocetar los mecanismos de tomas de decisiones que no conocemos. ¿Es inevitable compararnos con los demás? De esa manera podrán mostrar más publicidad y monetizarla, sin importar si esos otros en un mundo supuestamente perfecto nos deprimen. ¿Es cierto que los estudiantes luego del estrés de los exámenes están más dispuestos a gastar dinero en darse un gusto? Ese estrés se venderá por una comisión a quién sepa transformarlo en ventas.

Hombres-datos

Nos gusta creer que sabemos quiénes somos, personas con convicciones o, incluso, con un alma, pero el poder de estas nuevas tecnologías pone en duda la posibilidad de la libertad en nuestras acciones. La autora muestra cómo los objetivos de estas empresas se explican dentro de las teorías de Burrhus Skinner, creador del conductismo radical. Según esta visión del ser humano, la idea de libertad individual es producto de la ignorancia de aquellos elementos que realmente condicionan nuestras decisiones. Skinner ponía a prueba sus teorías en experimentos con pocas variables en juego: un laberinto, ratas y algunas palancas. No podía analizar de la misma forma las decisiones humanas, pero esto no significaba, según él, que existieran diferencias cualitativas. Desde esta perspectiva, la idea de libertad solo sirve para ocultar la incapacidad de registrar y procesar las variables involucradas en el comportamiento humano, algo ahora posible. Cuantos más datos, menor la incógnita y, por lo tanto, la ilusión de libertad. El tipo de servicios que desarrollaron las corporaciones les permitieron a estas empresas ubicarse como intermediarias de todo tipo de actividad humana. Esto es, desde el consumo de productos o contenidos hasta la amistad, la educación, el trabajo e incluso la medicina. Todo para captar los datos y seguir reduciendo la ignorancia sobre cómo producir conductas humanas en serie.

Pero lo importante, aclara Zuboff, no son las «débiles» teorías sobre la esencia del ser humano, sino la potencia de unas prácticas capaces de generar mucho dinero para reinvertir en nuevas tecnologías, en un círculo virtuoso que avanza hacia la esencia humana (si es que existe algo así): «De la misma manera en que el capitalismo industrial estaba motivado hacia una continua intensificación de los medios de producción, el capitalismo de vigilancia y sus operadores de mercado están atados hacia una continua intensificación de los medios de modificación de comportamiento y la acumulación de poder instrumental», afirma. Este poder, justamente, busca mover en manada a una sociedad que gracias a «la presión de pares y la certeza computacional, remplaza la política y la democracia, extingue la realidad sentida y la función social de una existencia individual».

El celular (una máquina que pensamos a nuestro servicio) es una permanente alimentadora del texto que permitirá leer y escribir nuestras conductas. Pero no es suficiente. Por eso, con la excusa de nuestro bienestar, se crean autos que se manejan solos, asistentes virtuales como Cortana, Alexa o Siri, aspiradoras inteligentes. En definitiva, la «internet de las cosas», con sus innumerables dispositivos conectados, desde cafeteras hasta cortinas o vibradores y tantos dispositivos más que, si tuviéramos tiempo para comprender realmente lo que implican sus condiciones de uso, deberíamos abandonar rápidamente. Pero no lo hacemos, porque la tecnología promete ahorrar tiempo, resolver la incertidumbre, garantizar resultados que en otro momento habrían dependido de variables menos fiables, como los vínculos humanos. También porque nuestras breves protestas se ven rápidamente tapadas por un ruido hecho a medida de cada oído.

Zuboff aclara: la tecnología digital podría prosperar sin el capitalismo de vigilancia, pero no podría suceder a la inversa. Ella niega la inevitalidad tecnológica tal como se la plantea: ese mundo en el que la única opción viable es decir «sí»; no responder «no» o preguntar «cómo». Sobre todo, porque los yugos con que se nos controla fueron diseñados específicamente para nuestros cuellos y todas sus costuras adaptadas para que no las notemos. Contrariamente a la metáfora más difundida, no vivimos en 1984, dirigidos por un «Gran Hermano» amenazante, sino en la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, en el que, en lugar de ser diseñados genéticamente para la felicidad, se nos estimula para que nuestros deseos encajen en las necesidades de ese mundo.

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