BIOIDEOLOGÍAS: ¿QUÉ SON Y CUÁL ES SU FUNDAMENTO FILOSÓFICO?

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Observatorio de Biopolítica

Grupo de Sanidad y Biopolítica de Profesionales por el Bien Común

LAS BIOIDEOLOGÍAS DEL SISTEMA NEOCAPITALISTA

PARTE II

¿QUÉ SON Y CUÁL ES SU FUNDAMENTO FILOSÓFICO?

EL HOMBRE NUEVO Y LA RELIGIÓN SECULAR

Editorial Voz de los sin Voz

Para analizar la esencia de las bioideologías y sus fundamentos vamos a basarnos en el magnífico libro de Dalmacio Negro, «El mito del hombre nuevo.»

La religión secular

El mito del hombre nuevo es la obsesión de todas las ideologías modernas y es la base de lo que se ha denominado la religión secular. La religión secular descansa en la fe en la capacidad de prever y organizar el futuro donde el hombre alcanzará su plenitud. Tiene una escatología cismundana cuyo referente es el tiempo, el futuro terrenal y no la eternidad. Para ella solo lo racional es real. Sin embargo, como el hombre es antropológicamente un ser religioso, la religiosidad connatural al ser humano suscita esa fe en el poder del conocimiento, que opera como una nueva religión, religión rival de la cristiana en Europa desde la Revolución Francesa.

La religión secular aspira a sustituir a la religión en su sentido estricto de relación con lo divino, por la relación con el poder al que sacraliza, si bien lo que se sacraliza aparentemente es el conocimiento. Personajes clave de esta religiosidad secular fueron Saint-Simon, Augusto Comte, John Stuart Mill, Thomas Huxley (introductor del término “agnosticismo”), Ernst Haeckel.  Se sustituye el Reino de Dios por el reino de los valores y se presenta como la religión de una humanidad evolucionada y emancipada que incluso pretende explícitamente en muchos casos la inmortalidad y cuyo desafío es la construcción de un hombre nuevo sensible a motivaciones altruistas. Sus esperanzas científicas hacen que la religión secular se vaya separando de lo natural, de lo ontológico y da lugar a un modo de pensamiento peculiar, el pensamiento ideológico que resulta de la negación de lo sobrenatural y que es coherente con la negación o superación de lo natural, aunque se presente como naturalista. Sus ateologías o religiones políticas adoptan la forma de ideologías y, recientemente de bioideologías según sea la física o la biología el paradigma científico preferido.

El hombre nuevo

El hombre nuevo es un tópico en la historia de las religiones tradicionales. Las religiones propiamente dichas no creen en la inmortalidad humana, sino en la existencia de otra vida después de la muerte física, de la que el hombre es el único ser plenamente consciente.

 El hombre nuevo de las religiones es una figura legítima, ya que se refiere a la orientación de la vida moral en la vida terrenal para merecer la vida en el más allá. Presuponiendo que la naturaleza humana es estable, fija, inmutable, universal, su ideal es la perfección de este mundo. Sin embargo, la religión secular cruza la línea que separa el ideal de perfección de la mutación antropológica. El pensamiento moderno en el fondo rechaza lo natural, especialmente la naturaleza humana y pone en su lugar la cultura (culturalismo) como si esta no fuera un producto de la naturaleza humana. Al aspirar la religión secular a la creación de una nueva civilización es natural que acuda al tópico del hombre nuevo, haciendo de él un mito.

El humanismo

La Iglesia acogió y promovió el humanismo antiguo como paideia, un elemento fundamental de su pedagogía, separándola de sus supuestos paganos inmanentistas. Pero a partir del siglo XIII el humanismo es anti sobrenatural y tiende al antropocentrismo. La religión secular empezó a fraguarse cuando el nuevo humanismo, diferente del originario por su fe en el poder del conocimiento humano, postuló la libertad indefinida e infinita como atributo del ser humano. Una libertad de indiferencia. La fe en el conocimiento es una contradicción porque el conocimiento justamente pretende hacer superflua la fe, toda clase de fe.  El humanismo será el padre de las utopías de Occidente, que manan de la caja de Pandora de la religión secular.

El calvinismo y la religión secular

La religión secular emergió envuelta en el moralismo de la Revolución Francesa. La moral es de este mundo y así la revolución encubría su fundamental nihilismo. Además, uno de los supuestos históricos de ese moralismo es el calvinismo radicalmente secularizado, es decir, politizado.

El calvinismo es un legalismo y los calvinistas creen en la omnipotencia de las leyes. Eran reformistas en el sentido de los puritanos calvinistas de la revolución inglesa de 1640-1649, quienes creían firmemente en la autoridad del conocimiento y sus posibilidades. Los calvinistas aspiraban como puritanos a reformar la sociedad cambiando al hombre mediante el conocimiento. El calvinismo fue el principal causante de las guerras civiles que asolaron Europa en la primera mitad del siglo XVII. El mito del nuevo inicio, uno de los más poderosos, estaba presente en los reformadores puritanos, la Revolución francesa (calvinismo politizado) lo difundió e impulsó vigorosamente. Se consagró el hombre nuevo como mito político: el del hombre perfecto integrado en la ciudad perfecta y, por tanto, inmortal. La eternidad se sustituyó por el futuro. Se genera una política futurista cuyo objeto no es el presente sino el porvenir. Una política de poder cuyo objeto es dominar la historia.

El nuevo modo de pensamiento

El cristianismo desmitifica todo, pero siempre surgen nuevos mitos. Los mitos clásicos relacionaban la cultura con lo divino sacralizando el pasado. En contraste, los nuevos mitos de la religión secular y sus religiones de la política sacralizan el futuro terreno (utopías y ucronías). Esto altera radicalmente el modo de pensamiento. La religión genera siempre un modo de pensamiento y la religión secular es el origen del pensamiento estatal, del que se deriva el modo de pensamiento ideológico con sus utopías-mitos, pues todas sus esperanzas y anhelos se concentra en la acción estatal. Sin el estado, es difícil que hubiese aparecido esta religión. De ahí la politización, el someter dominios cuya naturaleza y finalidad no son políticos, a la dirección de lo político.

La desfundamentación de la naturaleza humana

El pensamiento moderno en su conjunto es artificialista, constructivista, científico, y en ello, en la fe en los poderes de la ciencia se asienta la esperanza de la religión secular que niega la naturaleza humana como algo inmutable; la religión secular la hace algo moldeable, o sea, politizable. La política deviene así, por lo menos hasta cierto punto, biopolítica. La naturaleza humana siempre puede ser remodelada para adaptarla a cualquiera de los modelos políticos que se considere mejor. Con demasiada frecuencia se considera la creencia en un futuro inflexiblemente determinado y a la vez susceptible de ser modelado. Es la política totalitaria. El totalitarismo necesita también una fe y esta es la religión secular.

No pocos (Guardini, C.S. Lewis) se han preguntado si no está desapareciendo la naturaleza como elemento propio de la existencia humana como tal. La naturaleza humana será el último eslabón de la Naturaleza que capitulará ante el hombre.

Las religiones políticas del siglo XX lo han intentado utilizando la ingeniería social y la ingeniería cultural. La primera puede apelar más a la violencia y las otras a medios políticos más suaves, científicos, pacíficos en la superficie. Aquellas atacan los cuerpos para doblegar las almas. Las otras son más sutiles: atacan la inteligencia, para, cegándola, destruir el alma y el espíritu. Los nuevos totalitarios, que apelan a la persuasión y a la manipulación, son aparentemente más eficaces.

Una nueva Tierra

La religión secular, que ha renunciado a la eternidad postula una nueva tierra habitada por hombres sin sentido de eternidad, fruto de este mundo y pegados a este mundo. Para ello hay que desmantelar lo humano anterior, para lo cual hay que autorizar la creencia en que la naturaleza humana es mutable por su dependencia del ambiente histórico, social o físico y biológico.

Formas del hombre nuevo

  La religión secular ha surgido en el ámbito del cristianismo lo que no significa que sea una versión secularizada de la religión cristiana. Lo peculiar de la religión secular es que se trata de una fe innovadora que niega que la fe sea una dimensión antropológica. Esto es lo que hace de ella una antirreligión que en realidad funciona como una religión no-religión, que niega frente a todas las religiones la religación natural. Y como la fe es una dimensión o propiedad antropológica consustancial a la naturaleza humana, la religión secular la niega, al negarla, niega también la naturaleza humana. De ahí, que el hombre nuevo, como mutación antropológica, sea la figura central de la religión secular.

La primera imagen del hombre nuevo fue la de ciudadano ideal cuya conciencia se transformaría mediante el nuevo contrato social que combina política y educación. Las religiones de la política (Ideologías) proporcionaron diversas recetas para ello, ya que creían que las relaciones sociales a la larga producirían una mutación de la conciencia.

  Más tarde con el auge de la biología y la teoría de la evolución se empezó a concebir que la figura mítica del hombre nuevo tendría que devenir necesariamente tangible y real como posibilidad biológica y como giro antropológico radical. En el siglo XX las religiones de la política presentaron la transformación de las estructuras y el cambio simultáneo de la conciencia como un objetivo cientificista realizable. En los albores del siglo XXI, el objeto directo es ya la mutación biológica, un transhumanismo en el que el hombre antiguo es la materia prima, un “recurso humano”. Todo confluye en la política, que como descubrió Foucault en el último tercio del siglo pasado, se centra cada vez más en la vida, ocupando el lugar de la religión.

Instrumentalización del derecho

 El deux ex machina en la persecución del ideal del hombre nuevo, es el Estado. El Estado tiene dos espadas, la de la fuerza y la del Derecho. Los estados totalitarios dan más importancia a la fuerza. Los estados criptototalitarios prefieren el Derecho. Las religiones de la política instrumentalizan el derecho en nombre de la democracia. Evidentemente la aplicación del derecho para mutar la naturaleza humana desnaturaliza al propio derecho ya que se utiliza para destruir la sociedad existente, sobre todo su ethos. El derecho así se convierte en fuente de moralidad en lugar de cumplir su papel de ofrecer seguridad.

La política de la fe

La religión secular, con su mito del hombre nuevo es inherente a la tendencia cinética que caracteriza al pensamiento y a la vida modernos, extraordinariamente dependientes del tiempo. De ahí su íntima relación con la idea de progreso combinada con el historicismo.

Progreso historicista y Edad de oro, Hombre Nuevo y Ciudad o Estado perfecto de la humanidad discurren como ideas fuerza por el pensamiento contemporáneo. Vinculados entre sí estos mitos- dogmas fundamentales de la religión secular promueven la clase de política denominada la política de la fe como a un fenómeno moderno de raigambre calvinista, causa y origen de la politización y el modo de pensamiento ideológico.

LA POLITIZACIÓN de la NATURALEZA HUMANA

 El concepto de naturaleza humana es o era, mejor dicho, un dato. Un absoluto que trascendía todas las esferas del saber y el hacer. Si hoy es un tema político capital se debe a la politización (la política como nueva religión) disfrazada de neutralidad. La crisis del concepto de naturaleza humana suscitó la necesidad, entrevista por Kant, de una antropología filosófica concreta, dando lugar a numerosas teorías. Sin embargo, no se ha detenido su politización, inevitable si se desconoce o se niega su realidad ontológica y su condición de fundamento.

Las discusiones sobre el hombre, dando por supuesta la existencia de una naturaleza humana universal, versaban sobre el bien y, en definitiva, sobre la condición humana. La condición humana (condiciones de la existencia humana), decía Hannah Arendt, no es lo mismo que la naturaleza humana. Las condiciones de la existencia humana no pueden explicar lo que somos porque dichas condiciones jamás nos condicionan absolutamente. El pensamiento político tradicionalmente se ha basado en las condiciones humanas.

El cuestionamiento y destrucción o, mejor dicho, disolución del concepto de naturaleza humana con su universal, fijeza y constancia, son relativamente nuevos. Es lógico por tanto que actualmente se tambaleen las visiones del hombre, del mundo y de la divinidad en el cosmos. La posibilidad, la seguridad y el alcance del razonamiento descansan en ella. El nihilismo y el relativismo se relacionan íntimamente con la crisis del concepto de naturaleza humana afectando gravemente a la cultura occidental. (El último hombre, la abolición del hombre, la disolución del hombre)

Necesidad de fijar el concepto de naturaleza humana

Si la naturaleza humana siempre ha sido un presupuesto fundamental, es capital para la filosofía política la fijación del concepto en la era de la tecno-ciencia, al haberse apoderado del mismo el espíritu constructivista. El concepto biopolítico de nuda vida, aparentemente neutral, y en este sentido “científico”, se emplea en lugar de naturaleza humana, a fin de establecer las deducciones pertinentes (condicionadas por la emotividad). Discutida o arruinada la idea de una naturaleza humana fija y constante como un hecho del que hay que partir, el relativismo tiende a convertirse en un absoluto y el pensamiento necesariamente en ideología.

Desde tiempo inmemorial, reconociendo la complejidad de la naturaleza humana, las interpretaciones siempre habían respetado el misterio de su esencia. Esta es la causa de que se hablase más de la condición humana que de la naturaleza humana, tomando aquella como el presupuesto de las especulaciones sobre el ser humano, su vida y sus obras.

 Los griegos singularizaron al ser humano por lo que consideraban su atributo principal, la razón, capaz de someter las pasiones. De ahí que Aristóteles, dando por supuesta la unidad y permanencia de la naturaleza humana, definiese al hombre por un atributo o cualidad esencial, animal político, que en cuanto trascendiéndose así mismo gracias al logos, era capaz de prolongar los efectos de su condición moral ordenando racionalmente la convivencia.

El Antiguo Testamento veía al hombre como un ser necesitado de la fe tras el pecado original. Dios dotó a todos los seres de una naturaleza específica, siendo la libertad consustancial a la naturaleza del hombre. El Nuevo Testamento insistió en la libertad evangélica. Luego Santo Tomás, aceptando la indiscutible conflictividad humana debida al pecado, añadió al atributo político de la naturaleza racional del hombre, el de ser social.

Dentro de la tradición griega y cristiana aparecieron diversas variantes, ninguna de las cuales negaba la fijeza y universalidad de la naturaleza humana. A partir del constructivismo racionalista se empezó a especular con el concepto de naturaleza humana, al principio sin negarla, pero utilizando ya la imagen de un hombre sin atributos en el estado de la naturaleza. La sociabilidad, la politicidad y la moralidad, solo eran posibles mediante el artificio del contrato. Descartes se fijó en el pensamiento, Hobbes primó la voluntad y Locke la inclinación a convivir gracias a la sensibilidad. Rousseau vio en el sentimiento su principal atributo. Kant separó, con cierto reduccionismo, la naturaleza de lo humano. Con el tiempo se había ido perdiendo la visión de la naturaleza como phisis, como algo unitario y, para salvar la naturaleza humana, se destacó su cualidad espiritual, su aptitud para ser moral. Así pues, en el siglo XIX, mientras las corrientes idealistas exaltaban lo humano como espiritual, otras tendencias de tipo materialista convergentes con el nuevo ateísmo de Feuerbach y Marx, empezaron a restarle plausibilidad a la naturaleza humana como una unidad fija o a restringir la autonomía de lo natural en el hombre en tanto parte de la naturaleza entendida en sentido mecanicista. Unas corrientes eran de carácter filosófico, otras científicas; entre éstas, aquellas que, sin cuestionar la dependencia divina, se abstenían de hacer cualquier afirmación en este sentido, limitándose a estudiarla desde el punto de vista científico prescindiendo de su dimensión trascendente. Sin embargo, no podemos obviar el comentario que hace Ratzinger al respecto: “El ser humano es un ser que hace preguntas más allá de su naturaleza”

Reduccionismos

La crisis de la idea de la unidad de la naturaleza humana y de la seguridad en la continuación de la vida en la eternidad comenzó en la conciencia occidental tras la Revolución francesa. Pero igual que el nihilismo, no maduró hasta el siglo XX.

El asalto a la creencia ancestral en la naturaleza humana comenzó con el historicismo que, aunque no negaba la permanencia y unidad de la naturaleza humana, contribuyó a dar primacía al ambiente, a los condicionamientos físicos, históricos y sociales en la explicación del comportamiento humano. Destacamos en este sentido la tremenda influencia del marxismo a través de su materialismo histórico que empezó a sugerir indirectamente la inexistencia de una naturaleza humana universal y permanente al reducir al hombre al homo oeconomicus. Otros pensadores como Rousseau y Comte (positivismo) también ejercieron una fuerte influencia en el reduccionismo historicista, fundamentalmente a través de la idea de progreso fortalecida por el éxito de la ciencia. Esto conlleva la exigencia y el deber de manipular científicamente las circunstancias y la conducta humana a fin de encaminarla por el sendero seguro del progreso indefinido.

Posteriormente la hipótesis científica de la evolución como un proceso inexorable contribuyó poderosamente a la difusión y al éxito de filosofía positivista, matizada según los casos por la adaptación al medio y la selección de especies. El evolucionismo parecía garantizar la veracidad de que la naturaleza humana no es algo fijado para siempre: el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. El fatalismo histórico moderno implica la plasticidad de la vida humana considerando al hombre individual como una materia prima moldeable a fin de alcanzar la perfección de la vida colectiva. La posterior primacía atribuida a la existencia y el desconocimiento o rechazo de la esencia por parte de existencialismo filosófico, corresponde ya a la destrucción de la idea de naturaleza humana.

La ley de hierro de la naturaleza humana

Decía Montesquieu, en El Espíritu de las leyes (XI,4), que es una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella. Ante esta sentencia, que podría ser denominada ley de hierro de la naturaleza humana, se pensó, por parte del historicismo y el positivismo, en la posibilidad de erradicarla modificando la naturaleza humana mediante la ciencia.

 Por el contrario, la corriente no utópica veía en la existencia del gobierno la capacidad para compensar los efectos colectivos negativos de la libertad humana. En el fondo de todo latía la necesidad de dar respuesta a la existencia del mal. El estado soberano que surge con el absolutismo había quitado al hombre el derecho de concertar su destino libremente. Sin embargo, la naturaleza humana, a pesar de la ley de hierro de la oligarquía, es siempre un antídoto contra el poder ilimitado, ya que advierte de sus peligros a los gobernados.

En definitiva, todo orden político (y social) está condicionado por la concepción antropológico-moral que se sostenga.

Concepciones políticas del ser humano

Podemos señalar cuatro en la historia occidental.  Las tres primeras dan por hecho la fijeza de la naturaleza humana y se refieren a la condición humana. La cuarta, la de Rousseau, sí afecta a la naturaleza humana.

1.- Concepción natural. La más antigua, se fundamenta en una visión religiosa del hombre primordial. El orden sociopolítico se deriva de ello. Para el cristianismo la naturaleza humana es buena, como todo lo creado. Pero es una naturaleza herida por el pecado que es fruto de la libertad. La política pertenece al orden natural y está orientada al bien común y el gobierno tiene que corregir las tendencias que dañan la vida colectiva.

2.- Concepción metodológica. Es una perspectiva puramente inmanentista y sostiene que la naturaleza humana está totalmente corrompida (protestantismo).  Solo la acción de la gracia puede salvar al hombre. El maquiavelismo afirmaba que el objeto de la política no es el bien común sino el poder, y que la política pertenece a un orden autónomo: el hombre es malo y egoísta. Según Carl Schmitt, este pesimismo antropológico es el más adecuado a las necesidades del análisis político. A partir de Hobbes, con Maquiavelo al fondo, el saber político hizo del poder su idea fuerza.

3.- Concepción falibilista. Es una variante de la cristiana y hace hincapié en el conocimiento. Es de grandes consecuencias en orden a la destrucción de la idea de una naturaleza humana fija y universal. También se remonta a Platón, quién prescindió de los hábitos como fuente de la moral colectiva. Según esta concepción, la virtud y el bien dependen del conocimiento. La naturaleza humana es buena, pero peca por ignorancia. Modernamente esta concepción fue introducida con enorme influencia por Locke. El mal es consecuencia de la falibilidad humana. Rousseau lleva está concepción a la educación.  La política se reduce a intereses racionalizables. Se redujo la naturaleza humana a un problema de conocimiento abordándolo con el método científico, y se identificó de hecho la esencia humana con la condición humana. El cientifismo, mezcolanza de filosofía, ciencia e historicismo que hizo el positivismo, constituye una de las causas principales de la destrucción de la creencia en la naturaleza humana como fija y universal. Hobbes mismo llego a afirmar desde el punto de vista del artificialismo que la naturaleza humana es asimismo un artificio.

4.- Concepción angelista. Opuesta a la otras tres sostiene que el hombre es absolutamente bueno por naturaleza. Se rechaza la idea de pecado y del mal. Aboga por la recuperación del estado naturaleza. Su principal representante es Rousseau. El pelagianismo era su antecedente más significativo en la cultura occidental. Mientras para Hobbes, la sociedad debería generar una estructura política que controlase la naturaleza humana, ahora con Rousseau hay que cambiar las condiciones sociales que son la causa del egoísmo y del mal. Con ello se enfrentaba a la visión cristiana, a la protestante y a las contractuales de Hobbes y Locke.

                  A Rousseau le siguió Kant que culpó a la mala organización (irracionalidad) del mecanismo político. Habla del Estado de Derecho como estado ideal que soluciona el problema de la ley de hierro de la naturaleza humana mediante el establecimiento de una especie de estado moral; el Derecho como gran educador social y el Estado como fuente de moralidad.

Hacia el mecanicismo antropológico

  El hombre del siglo XX, decía Hannah Arendt, ha llegado a emanciparse de la Naturaleza hasta el mismo grado que el hombre del siglo XVIII se emancipó de la historia.

                  La doctrina de la Tabla Rasa de Locke, acompañada del buen salvaje de Rousseau y del hombre máquina de Descartes, sobre el terreno constructivista de Hobbes, han configurado grandemente la cultura del siglo XX. El reducir lo humano a una máquina determinable ha sido una tentación permanente propia del paradigma de la ciencia físicalista.

El pensamiento ideológico

  En la consolidación del pensamiento ideológico concurrieron el estado de naturaleza ontologizado de Rousseau, el fantasma de la máquina y la tabla rasa. La divulgación de estos tópicos como ideas-creencia y la destrucción del sentido común en su antigua acepción de sensus communis le deben todo a este modo de pensamiento, que pugna por imponer sus ideas como opinión común utilizando los mecanismos del Estado. Esperaban mejorar la sociedad por vía de consecuencia al ilustrar a los hombres las verdades de la ciencia.

El triunfo del estado de naturaleza

El mito del buen salvaje, la prueba del hombre natural sin ligaduras, daría nuevos frutos, después de pasar por Marx, Comte, Darwin, Freud, el conductismo… y finalmente, el nacionalsocialismo.

                  Con ocasión de la Revolución de mayo de 1968 se establece como objetivo liberar los instintos y los deseos para recuperar la felicidad natural —la revolución «sexual» es una de las ideas centrales—, estableciendo un estado de naturaleza a la altura de los tiempos, es decir, con las ventajas de la revolución industrial.

El ambientalismo

 El modo de pensamiento ideológico, saliendo de su estrecho ámbito pedagógico, extendió su radio de acción, insistiendo en que la causa principal de la «alienación» del hombre natural son los mecanismos o estructuras políticas y sociales. Y con el imperialismo de las ideologías mecanicistas empezó a difundirse la creencia en que la naturaleza humana es un producto de las circunstancias, entre ellas las que crea el artificialismo con sus convenciones. La naturaleza humana como una creación del ambiente, del milieu, tanto del físico como del histórico, social y político, por no hablar de la religión. De este modo, en el clima artificialista del contrato, confirmado y excitado por el éxito de la ciencia aplicada y la técnica, la Naturaleza vino a ser una materia prima.

                  La filosofía científica, cuya gran síntesis es la filosofía positivista de Comte, apuntará a la realización de su programa de dominar completamente la Naturaleza y cambiar la «naturaleza» de las cosas, incluida la humana, en el sentido del progreso. Pues, como el cerebro que produce el espíritu forma parte de la Naturaleza, el positivismo materialista considerará posible moldear la naturaleza humana.

La transición al biologicismo

  Según el modo de pensamiento ideológico asentado en la visión mecanicista del mundo (Hobbes, Newton, etc.), en la creencia en el poder del consentimiento (Hobbes) y en la tabla rasa (Locke), en la posibilidad de crear una voluntad y una mente colectiva (Rousseau), en la necesidad de la primacía de la razón pública en la sociedad industrial (Comte), en el historicismo radicalizado, etc., es posible cambiar el mundo del hombre modificando la conducta mediante una dirección racional de los mecanismos sociales adecuados (Kant). Según Comte, habría comenzado el estadio positivo, el definitivo de la historia de la humanidad, que transcurre por «el seguro sendero de la ciencia» mostrado por Kant, bajo la dirección del nuevo «pouvoir spirituel» científico.

El gran obstáculo era el viejo dualismo platónico. La creencia en que el hombre es la unión del cuerpo y el alma. Pero el mismo Kant había distinguido el hombre como naturaleza, condicionado por el determinismo universal, y el hombre como persona, dotado de moralidad y libertad. La aportación de la ciencia biológica permitió superar este obstáculo.

La Biología científica, más moderna que la Física, empezó a configurarse en el transcurso del siglo XVIII, introduciendo el concepto vida en el estudio de la Naturaleza. La Biología se limitó en un primer momento a facilitar que Marx y otros muchos se creyeran autorizados a saltarse ilegítimamente el foso entre la naturaleza y el alma, incumpliendo flagrantemente la regla científica de Linneo natura non facit saltus (la naturaleza varía de manera continua y no de manera abrupta) y a asentar el reduccionismo del hombre al homo oeconomicus.

Aunque Marx saludó entusiasmado el descubrimiento por Darwin de la evolución de las especies, dándole el espaldarazo ideológico, en realidad, en biología, no pasó (igual que Comte) del transformismo lamarckiano. Con Darwin, escribe Castrodeza, la secularización del pensamiento llegó a su cénit. Como dijo Foucault, «con Darwin o, mejor, con los evolucionistas postdarwinianos» se produjo una inflexión en la historia del intelectual occidental, pues el científico empezó a intervenir «en las luchas políticas que le son contemporáneas». Con el darwinismo iba a culminar la politización de la naturaleza humana.           

DE LAS IDEOLOGÍAS A LAS BIOIDEOLOGÍAS

El evolucionismo

El darwinismo confirmó y renovó la fe de la difusa religión secular. La hipótesis evolucionista daba aparentemente la razón al historicismo e irrumpió en escena siendo elogiada por Marx.  El evolucionismo se tomó como un arma definitiva contra la teología y sirvió como base para la postulación científica de la eugenesia. Julián Huxley, Francis Galton, primo de Darwin, y Ernst Haeckel fueron los apóstoles de este nuevo impulso de la fe secular.

A los darwinianos les bastaba, igual que a Marx y a otros, sustituir a Dios por la materia o la naturaleza. Si las especies evolucionan y el cerebro forma parte del cuerpo, entonces el cuerpo y el alma, sea lo que sea, son partes de la naturaleza, que obedecen a la gran ley de la evolución, ley que venía a ser en el pensamiento político y social similar a la de la gravedad.

El darwinismo fue el ingrediente fundamental del nuevo naturalismo cientifista que se impuso en la literatura, el arte, en todas las ramas de la ciencia, incluidas las ciencias sociales y humanas. Era el comodín para cualquier cosa. Las ideologías como explicaciones del nuevo naturalismo —la nacionalista, la economicista, la socialista, etc.— llenaron el ambiente intelectual en el que se generalizó el tema de la eugenesia. La atención empezó a trasladarse de la física a la biología y la ciencia biológica se politizó. En pleno siglo XX apareció el nacionalsocialismo, una ideología en la que la biología ya desempeñaba el papel principal. Las ideologías prepararon el terreno a la biopolítica y a las bioideologías, un producto de la crisis de la idea mecanicista de progreso y del culturalismo.

Darwinismo social

Cuando Marx quiso dedicarle El capital a Darwin, este declinó cortésmente el honor. No obstante, en su obra posterior El origen del hombre (1871) —que completó su hipótesis evolucionista— sostuvo que «las facultades morales del hombre» no eran innatas, sino que habrían sido adquiridas a partir de «cualidades sociales», lo que facilitaba el triunfo del relativismo colectivista y el ambientalismo. El caso es que el éxito del evolucionismo y su idea central de la adaptación al medio confirmaron la creencia social, sugerida por Rousseau, Saint-Simon, Comte, Marx, etc., en la sinonimia o equivalencia de los términos moral y social, de la que se hicieron eco Durkheim y muchos científicos y literatos. Triunfó y se impuso el polilogismo que de la mano de Compte afirmaba que lo único absoluto es que todo es relativo. La lógica del devenir, relativiza todo, independizando la moral de la religión, que tiene un pie en lo sobrenatural y es inmutable. Si la evolución depende del ambiente quedaba demostrado científicamente que las condiciones histórico-sociales determinan la actividad de la mente y por supuesto, la del alma, si se quisiera admitir su existencia. La teoría física de la relatividad en su versión vulgar reforzó posteriormente el polilogismo.

Se puso el acento en la selección de las especies, ley complementaria a la de la evolución. La lucha por la vida dio origen al darwinismo social, apareciendo numerosas teorías sobre el conflicto inspirada en la lucha de razas. En buena parte, solían apoyarse o descansar en la eugenesia como fórmula mágica para solucionar el “eterno” conflicto. El nacionalsocialismo sería posteriormente la primera gran respuesta ideológica y práctica concreta.

La selección de las especies del darwinismo social actuó de intermediario en la evolución del modo de pensamiento ideológico mecanicista al biologicista, de las ideologías a las bioideologías. El hombre nuevo de las bioideologías es un imaginario hombre natural según lo que su punto de vista particular vea como su esencia. Su óptica utópica es obviamente la del modo de pensamiento ideológico.

La biopolítica

El evolucionismo confirmaba los tópicos del siglo XIX. Por una parte, el carácter progresista del desarrollo social, y, por otra, la selección de las especies interpretada por el darwinismo social. Es decir, tanto el dogma socialista de la lucha de clases como el particularismo del nacionalismo burgués que emergieron en las revoluciones de 1848. No obstante, por inercia histórica, las ideologías siguieron siendo mecanicistas y el modo de pensamiento ideológico sólo empezó a girar hacia el biologismo en el primer tercio del siglo XX, pese al imprevisto triunfo del marxismo en Rusia. En ello fueron determinantes las ideas sobre la «eugenesia» y, por supuesto, la difusa esperanza heredada del siglo anterior en un hombre nuevo capaz de superar las deficiencias de la raza humana para acabar con el conflicto social. Ni siquiera Nietzsche se había librado de la fascinación del darwinismo social —el hombre es «la especie cuyo tipo no está todavía establecido»—, si bien su super-hombre tiene otras connotaciones.

No sólo es ya normal hablar de bioética sino, aparte de biotecnología, de bioderecho o biosociología. Algo menos corriente es hablar de biopolítica, término que, sin embargo, había introducido en 1920 el sueco Rudolph Kjellen. Michel Foucault, aplicado a renovar la izquierda más bien que el marxismo, introdujo su uso.

Según Costanzo Preve, el término «puede traducirse» como política de los cuerpos, política integral de la vida, poder sobre los cuerpos, poder sobre la vida.

La biopolítica no sólo rompe con la vieja política, incluyendo la de Aristóteles, san Agustín y Maquiavelo, sino con la política ideológica de los siglos XIX y XX. Todo ello habría sido superado bajo la presión de las nuevas posibilidades que abrían la ciencia y la técnica. «La soberanía de la ciencia se impone», decía Renán.

Las ideologías llegaban a postular una revolución tan violenta como se pudiese para cambiar las estructuras. Para las bioideologías, la revolución es, por lo menos hasta ahora, «un gesto de amor», como dice Zemmour, que se materializa colectivamente mediante el derecho. Peace and love sería su lema. Por otro lado, la irrupción de la biología intensifica la politización hasta el paroxismo.

La irrupción de la bioideologías

La orientación biológica que ha adoptado la política hace inservibles, según Esposito, las categorías de la teoría política moderna, que descansan en el principio —ley natural según santo Tomás— de la autoconservación del individuo, la aplicación por Hobbes de la ley mecánica de la inercia al movimiento humano. La teoría política sigue siendo cratológica, pero, como decía Foucault, bajo la presión de la «bio-historia» se ha abierto «la era de un bio-poder».

El viraje definitivo tuvo lugar con el nacionalsocialismo. Esta religión de la política renegó de la filosofía cartesiana y hobbesiana. «A favor de la biología», dice Esposito, para quien «la experiencia nazi representa la culminación de la biopolítica». A nuestro juicio el nazismo desempeña el papel de una ideología-bioideología de transición que inauguró el nuevo progresismo, apoyado en la biología.

Ideologías y bioideologías comparten la obsesión mítica por el hombre nuevo. Hannah Arendt afirmaba, antes de aparecer las bioideologías, que lo que persiguen por encima de todo las ideologías totalitarias no es la transformación del mundo exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la naturaleza del hombre. Son obra de oligarquías que persiguen el poder para realizar sus sueños. Pero tanto las ideologías como las bioideologías tienen en común que persiguen el poder para hacer el hombre tal como a su juicio debe ser. Son moralismos que implican, decía Clyde Lewis, «el poder de algunos hombres para hacer con otros hombres lo que les place».

El marxismo no es una bioideología

Es un equívoco ver las bioideologías como una consecuencia o derivación del marxismo. El marxismo, incluyendo el readaptado por Lenin, se apoyaba sin fisuras en la ciencia mecanicista pese a la aceptación del evolucionismo por Marx, más por conveniencia que por conocimiento. No perseguía tanto la destrucción o alteración de la naturaleza humana como el someterla a las leyes de la historia.

Por otra parte, el marxismo clásico, configurado en lo esencial en la primera mitad de siglo XIX, es en el fondo, en cierto modo, una típica reivindicación de derechos naturales en el sentido habitual de la expresión, puesto que conserva la fijeza de lo humano y su universalidad.

El triunfo de las bioideologías

Tanto las ideologías como las bioideologías son productos del modo de pensamiento ideológico consustancial con el utopismo de la religión secular.

Las bioideologías, circunscritas al principio a reivindicaciones de grupos marginales o dispersos, o a aspectos concretos, por su continuidad cronológica con las ideologías —singularmente con la marxista— son aparentemente derivaciones o residuos de las ideologías.

Sin embargo, se diferencian sustancialmente en que sostienen abiertamente la inexistencia de una naturaleza humana o, por lo menos, su completa moldeabilidad. Únicamente existe un animal o ser viviente específico llamado hombre, producto de la evolución, que cambia según las circunstancias y al que es posible hacer evolucionar en el sentido deseado.

Las bioideologías ya no buscan una justificación altruista, sino que postulan la transformación del ser humano como una exigencia de su verdadera naturaleza.

La irrupción masiva del pensamiento político biologicista después de la experiencia nacionalsocialista, tuvo lugar con la revolución exacerbadamente biologicista y romántica de mayo de 1968 que, coincidiendo con el baby-boom, aumentó las masas de jóvenes receptivos a las nuevas ideas. En las masas de jóvenes ejerció gran fascinación la especie de zooideología de la liberación sexual, que al mismo tiempo que rompe los lazos humanos primarios fomenta el individualismo. Este movimiento anticipó también la gran crisis final del marxismo.

Los derechos humanos se interpretan ahora desde el punto de vista de la biopolítica. O sea, referidos, como dice Esposito, «a individuos definidos exclusivamente por su condición de seres vivientes», no a sujetos jurídicos. Las bioideologías dan por supuesta la muerte definitiva del «sujeto». Para ellas todo es objeto. Cualitativamente, son distintas de las ideologías en el sentido convencional.

Lo que plantea la biopolítica, al menos por el momento, no es tanto la consecución del poder político en sí mismo para transformar la sociedad globalmente, cuanto la construcción a la carta de la identidad humana. A eso debe probablemente su capacidad de penetración. Sus medios preferidos son, junto a la reivindicación de derechos, la ingeniería educativa y la propaganda, apoyados por la ingeniería médica y genética. Todo ello actualmente reforzado por la revolución digital.

Las bioideologías deben más a la reelaboración-superación-abandono del marxismo clásico por la Escuela de Frankfurt, a Gramsci —cuya importancia suele empero sobrevalorarse— y al multiculturalismo, que abandonan la lucha política en torno a la economía llevándola al plano de la cultura. Le interesa más la modificación de la conciencia a través de la cultura que el cambio propiamente dicho de las estructuras. En realidad, se siente muy a gusto en el hipercapitalismo, que facilita su objetivo de liquidar toda clase de normas.

Ideologías y bioideologías

Las ideologías mecanicistas no rechazan la existencia de una naturaleza humana común, ni siquiera de leyes naturales, si bien, al pretender demostrarlas por el método historicista, exageran la influencia de las circunstancias sociales e históricas. Dentro de su artificialismo pretenden ser naturalistas, llevar a su plenitud la naturaleza humana. En principio sólo son perfeccionistas, aunque para ello mutilan la naturaleza humana al primar alguno de sus atributos o propiedades.

La primera gran diferencia entre las ideologías y las bioideologías estriba pues, en que estas últimas consideran probado, demostrado por la respectiva concepción «científica», la inexistencia de una naturaleza humana constante y universal: la naturaleza humana —por ejemplo, el sexo según la bioideología feminista— sería una construcción. La segunda, que mientras las ideologías universalizan una visión parcial de la realidad que acaso puede ser verdadera en parte en relación con el orden social global, las bioideologías presentan como verdadera una particularidad sin perjuicio de otras particularidades; en esto consiste su pluralismo.

En tercer lugar, ponen el énfasis en la cultura más que en la sociedad, criticando aquello que estiman incompatible con las conclusiones del cientificismo biologicista que profesan, como la causa objetiva del mal que quieren erradicar. En este sentido, es característico que, igual que las ideologías, consideran en principio a las religiones tradicionales —que según el modo de pensamiento ideológico son anticientíficas—, el principal obstáculo a batir por dos razones principales: la primera, coincidiendo con las ideologías, porque creen en la posibilidad de erradicar definitivamente lo que consideran un mal; y la segunda, porque para la religión existe una naturaleza humana universal mientras ellas fundamentan sus reivindicaciones en su maleabilidad.

Un cuarto rasgo diferenciador es que las bioideologías son más ambiguas e inconsistentes que las ideologías. Únicamente pretenden construir un vago e individualista «mundo mejor y más feliz», mientras las ideologías aspiraban a construir la sociedad perfecta, inmutable, definitiva.

En quinto lugar, las bioideologías, si bien comparten con las ideologías la satanización retórica del llamado capitalismo y del cristianismo, sin embargo, ya se dijo antes, en lo que respecta al capitalismo, las bioideologías ven en él, más que un enemigo a batir, una fuente de recursos a explotar. Incluso podrían ser consideradas un producto del hipercapitalismo del Estado de Bienestar, basado en el crédito en lugar del ahorro, en la sociedad de consumo.

En este sentido, su hostilidad a la religión, es también relativa, pues dado su carácter limitado, si aquella no hace un absoluto de la naturaleza humana, parecen dispuestas a aceptarla.

Otro rasgo diferenciador consiste en que la física se limita al campo de lo fenoménico, de modo que las ideologías mecanicistas utilizan la ingeniería social para realizar los experimentos sociales; en cambio, las bioideologías prefieren apoyarse retóricamente en técnicas relacionadas con la biología y, para ser efectivas, en la ingeniería biológica que remodela la vida del ser humano. Es decir, las ideologías esperan cambiar al hombre indirectamente transformando los mecanismos o estructuras sociales; las bioideologías aspiran a transformar directamente la naturaleza humana y, secundariamente, las estructuras institucionales: estas últimas se transformarán si cambia el hombre. Por eso se encuentran más a gusto en el “capitalismo» que las ideologías, aunque lo rechacen retóricamente. Y en justa correspondencia, el capitalismo, a diferencia de las religiones, las respeta, acepta y promociona.

El carácter fragmentario de las bioideologías

Lo que hace a las bioideologías parecer derivaciones o residuos de las ideologías es su fragmentación. Fundadas en algún aspecto biológico, al ser «parciales» se las podría interpretar así. Son muy numerosas y tienen características propias al fundarse en los motivos y fines más diversos, según los aspectos, atributos o características diferenciadoras y a la vez identitarias en que hagan hincapié.

Un denominador común que les sirve de punto de partida es la eugenesia, que asimila abiertamente la naturaleza humana a la naturaleza animal. De ella se derivan directamente aquellas bioideologías que tratan burocráticamente la muerte esgrimiendo motivos humanitarios (abortismo, eutanasia, contracepción artificial…): la cultura de la muerte.

Paradójicamente, todas las bioideologías niegan la vida natural al exagerar ideológicamente algunas diferencias o semejanzas naturales. De ahí que, en principio, sus objetivos sean limitados, sin pretensiones totalizadoras. Son más bien diferenciadoras, aunque sean simultáneamente igualitarias respecto a los miembros del mismo grupo. Ello no impide que su espíritu de secta sea totalitario, en tanto quieren que los demás acepten sus prejuicios u opiniones como verdades inconcusas.

Su sectarismo hace de las bioideologías una causa más poderosa de la desintegración de las sociedades que las ideologías. La confrontación no suele pasar del plano cultural; pero la cultura es la forma de la sociedad y aun sin pretender cambiar la sociedad entera, socavan el consenso social y el éthos llevando a la dictadura del relativismo y a la indiferencia. Se parecen a las ideologías parciales en que, actuando como grupos de presión, buscan obtener derechos para participar privilegiadamente en los beneficios del generoso Estado de Bienestar. Esto es muchas veces lo que une a sus miembros.

Bioideologías y totalitarismo

La biopolítica ha estado presente siempre en la trayectoria política de la humanidad. En 1920, el politólogo sueco Rudolf Kjellén introdujo el término biopolítica en sus reflexiones sobre el Estado al que consideraba como un ser orgánico que, como tal, nace, se desarrolla, se reproduce, puede enfermar y morir. Kjellén considera la biopolítica como aquella disciplina que estudia al Estado como forma de vida.

            Más tarde, Michael Foucault utiliza el término biopolítica para definir las líneas fundamentales de la política moderna. El Estado gestiona, administra y gobierna la vida política de la población. Foucault trata de desvelar la racionalidad política del estado moderno occidental en la que la vida queda directamente imbricada con el gobierno.

Desde los ámbitos del poder político (Estado), históricamente, siempre se ha intentado el control cuantitativo y cualitativo de la población.

En el Antiguo Testamento se cuenta como el Faraón se preocupaba por el excesivo crecimiento demográfico de los israelitas en relación a los egipcios. Actualmente, las dificultades para conseguir una paz estable en Oriente Medio están muy condicionadas porque el crecimiento demográfico de los palestinos es muy superior al de los judíos. Tampoco se pueden obviar los efectos que ha tenido y sigue teniendo la política del hijo único en China que junto con el feminicidio (aborto selectivo e infanticidio de niñas) ha supuesto un envejecimiento sin precedentes y un desequilibrio entre varones y mujeres con gravísimas consecuencias, como es el tráfico y esclavitud de mujeres. También es necesario recordar la utilización de las esterilizaciones forzadas y la eugenesia en el primer tercio del siglo XX por las modernas democracias escandinavas o por EEUU para controlar la población de “minusválidos, deficientes mentales, inadaptados sociales, negros, homosexuales”, etc. Debemos ser justos y no podemos echar la culpa de todo a los nazis, como normalmente se hace, para distraer la atención como si hubieran sido los únicos en ciertas prácticas criminales. Finalmente, recordar la Seguridad Social moderna surge en el siglo XIX en Alemania, entre otras causas, porque el general Bismarck se da cuenta de que si quiere ganar la guerra a los franceses necesita soldados sanos y bien alimentados. ●

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