La destrucción de la maternidad en las chicas jóvenes

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      Decía Chesterton, y con razón, que el mayor enemigo de la familia y del matrimonio es el capitalismo.   El capitalismo es el mejor disolvente de los principales vínculos humanos como la filiación, la fraternidad y por supuesto la maternidad y la paternidad. 

      Ya durante la era industrial el padre fue expulsado del hogar a la fábrica. Muchos padres no han visto crecer a sus hijos gracias a un sistema inicuo de explotación. Desde hace unos años se trata de expulsar a la madre y a la maternidad del hogar. Hoy o no se tienen hijos o los pocos que se tienen se educan sin padre ni madre debido a la precariedad laboral de las familias. Y cuando son un poco autónomos los se educan con Internet, el nuevo dios al que todo el mundo se postra. Como consecuencia, la desaparición y degradación de la vida familiar es una de las tragedias más silenciadas de la cultura actual. Sin embargo las heridas personales y sociales que está generando son de una profundidad difícil de evaluar. La anticoncepción, el aborto, las separaciones y divorcios, el ostracismo de los ancianos, las nuevas adicciones, las nuevas pseudofamilias … han destruido el hogar como escuela de solidaridad, de cuidado, de amor incondicional.

Rachele Sagramoso es consejera de la asociación Abbracciami [Abrázame], que ayuda a las familias a madurar en todas las etapas del crecimiento y educación de sus miembros. En un reciente artículo en La Croce Quotidiano aborda la forma equivocada en la que la cultura dominante transmite a las jóvenes la idea de maternidad, una de las causas fundamentales del hundimiento de la natalidad[1].

      Vivir como madres para ser mujeres

      Una mujer que mata a su propio hijo es un drama. Es una drama para la madre, para el padre del niño, para toda su familia y, evidentemente, para el niño. Y es un drama para una sociedad en la que cuesta aceptar al más débil (un bebé, un enfermo, un anciano, todos ellos seres humanos delicados) porque es una sociedad que se muere.(…)

            Cuando me convertí en madre, aún no había cumplido los 22 años. No era una recién nacida «programada», aunque la aceptamos enseguida felices, y su nacimiento ocasionó muchos sufrimientos a causa de una cesárea de emergencia que, además de dolorosa, tuvo una recuperación muy lenta a causa, también, de una falta de preparación en el momento de la llegada del bebé. Además, yo no había visto nunca a un bebé.

La lactancia no fue mucho mejor: grietas dolorosas y sanguinolentas (muchísimas madres sabrán seguramente de qué hablo), cólicos (es decir «llantos inconsolables sin ningún motivo aparente») y poca preparación con respecto a «qué» es, realmente, un recién nacido. Su llanto lo vivía como un juicio continuo por mi falta de preparación. Y me parecía que lloraba durante horas. Y que no dormía, también durante horas.

      El aislamiento de la joven madre

      A partir de un cierto periodo cultural, las mujeres «decidieron» que era mejor dedicarse a la carrera y después a tener hijos. En aquella misma época nacieron corrientes de pensamiento pediátrico y pedagógico que pusieron en duda el hecho de que la mujer supiera producir la propia leche y que esta fuera biológicamente fisiológica para el propio hijo y que, al mismo tiempo, defendían que los niños crecían mejor lejos de la madre (como se decía en esa época, el riesgo era tener niños «malcriados»): la solución era delegar el cuidado de los hijos a cunas, cochecitos, biberones y guarderías o niñeras.

      Más o menos en el mismo momento histórico, las familias se desmembraron y se convirtieron en pequeños núcleos reducidos sólo a las figuras paternas y a un solo hijo, máximo dos (1,5 hijos por mujer en 1970).

      Estos hechos tuvieron varias consecuencias sobre la mujer: en el momento en el que se convierte en madre, está efectivamente sola -lejos quedan los tiempos en los que formaba parte de una familia en la cual la soledad era difícil de encontrar, porque los hogares estaban «superpoblados»- y, al no poder ocuparse de su hijo de manera espontánea por miedo a «malcriarlo», hace que se modifique su propensión espontánea al cuidado o, por lo menos, a la sensibilidad intrínseca hacia un ser indefenso y necesitado de atención, característica de la feminidad.

      Ser una madre reciente y sola, teniendo que cuidar de un bebé, era ya difícil en los años 70 -cuando la mayoría de las mujeres tenía, por lo menos, primas o tías-, pero a partir de los años 90 -cuando la gran mayoría de las mujeres se encontró siendo hija única y alejada de la familia de procedencia-, fue casi imposible.

Una presión insoportable

      Que un pediatra dictamine que un niño amamantado durante más de veinte minutos corre el riesgo de morir de indigestión, que un recién nacido tiene que dormir obligatoriamente en su cama y tener pausas de sueño de ocho horas por la noche y dos durante el día, que tiene que dormir solo porque de lo contrario cuando sea adulto será incapaz de autonomía (nunca una palabra fue utilizada más impropiamente), que cuando tiene cuatro meses tiene que comer cinco comidas semisólidas de un alimento semidulce e insípido (y pasar cuando tiene doce meses a la pasta con tomate) o de lo contrario tendrá trastornos alimentarios, es lo más estresante que le puede suceder a una mujer.

      Que, además, tal vez ha tenido un embarazo un poco turbulento debido incluso al hecho que ha tenido que trabajar hasta el día antes del parto, que ha tenido un parto poco delicado y traumático (si una mujer no ha visto nunca a un recién nacido, tampoco ha vivido como normal el nacimiento de un hijo) y que tal vez vive a cientos de kilómetros de distancia de su madre, a la que necesita en esos momentos (una madre que acaba de dar a luz necesita muchos mimos); todo esto ha destruido en ella la idea que exista la belleza en la maternidad.

      No me cuesta creer que muchísimas mujeres sientan terror ante la idea de perder la estabilidad laboral (conquistada a veces después de años de estudio), la independencia económica, una cierta serenidad familiar (si una mujer procede de una familia con padres separados puede tener miedo de formar una, o de no ser capaz de «mantenerla unida» a pesar de los esfuerzos que haga) y que cuando se relacionan con otras mujeres tal vez difundan el mensaje que el matrimonio y la maternidad son terribles. (…)

      Mi hija es la primera de una larga serie de hijos (la mayoría no «buscados» y amados precisamente por esto) y ha tenido la suerte de poder ver a su madre engordar por el embarazo (desarrollando su sensibilidad hacia quienes necesitan ayuda), sufrir los dolores del parto (madurando su serenidad ante un momento fisiológico en la vida de una mujer que se parece al ciclo menstrual), dormir en horarios inusuales (mejorando su capacidad culinaria), tener que hacer frente a los «cólicos» de un recién nacido (adquiriendo sangre fría). No es una hija especial, sino que es la típica hija de una familia numerosa a la que le será seguramente más fácil acostumbrarse a las transformaciones fisiológicas de una mujer.

Es la única de sus amigas. Ideas impuestas

      La cultura que nos ha llevado hacia un progresivo deterioro del instinto materno y del cuidado nos está poniendo ante situaciones enfermizas en las que cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse, por fuerza, con la sociedad que le rodea: la autodeterminación ciega y hedonista ha convertido a las mujeres en venusianas insensibles convencidas de que un hijo es un ser que anida en su cuerpo y pretende sobrevivir a su costa, que su hombre puede transformarse diariamente en un monstruo de egoísmo que hay que feminizar y destronar so pena de estar sometidas a sus instintos testosterónicos, y que crear una familia es sólo una manera patriarcal de encerrar a las mujeres en la cocina.

      En cambio, los datos y los hechos nos dicen lo contrario: nos informan de que las mujeres tienen hijos tarde (treinta años para el primer hijo es inexorablemente tarde), que se dividen entre las que temen tener hijos y las que hacen todo lo posible por tenerlos, que los recién nacidos son amamantados poquísimo respecto a sus necesidades, que el mercado de los objetos para niños es floreciente pero que no corresponde a la realidad de lo que de verdad necesitan, que la política se afana en prometer guarderías (lugares donde las madres delegan a otras mujeres la crianza de sus hijos) pensando que esto pueda ayudar al deseo de procrear, que el deseo de crear una familia está en caída libre, que hay problemas dramáticos de relación entre padres e hijos.

      No es necesario buscar un responsable para todo esto; lo fundamental es proporcionar un punto de partida para volver a empezar.

      La maternidad es un viaje, una aventura, pero no debe ser un trauma. No temer atarnos a aquellos a quienes amamos y nos aman

      Volver a empezar es necesario porque la vida se nos está escapando de las manos. Porque la mayoría de las adolescentes que conozco está realmente aterrorizada o es del todo insensible respecto a los recién nacidos y los ancianos. Porque ninguna joven podrá sentir interés por la ecología del futuro mundial dado que no tendrá hijos (los abortará o evitará cuidadosamente tenerlos).

      Tener hijos es decidir racionalmente que no hay que tener miedo de estar unidos a personas que nos aman y nos necesitan, por esto los jóvenes no tienen hijos: no han sido amados (la pedagogía que defiende el poco contacto ha creado personas insensibles) y temen tener lazos. Es necesario, ahora, volver a empezar a amar. A amar a los otros como a nosotros mismos.

       Sin duda ninguna hay que generar nuevos vínculos personales y también políticos. Frente a un neocapitalismo disolvente de los vínculos humanos fundantes y fundamentales hay que formar nuevas comunidades, familias de familias, que se ayuden mutuamente frente a la agresión; que acojan la vida naciente y terminal; abiertas al dolor del mundo; que acojan y curen las heridas de los jóvenes; que sean fundamento de una nueva economía y de una nueva política.

      Reivindicamos la vuelta del padre y de la madre al hogar y que este deje de ser una pensión, un sumatorio de egoísmos.  El padre y la madre, los dos,  pueden y deben tener tiempo y espacio para educar adecuadamente a sus hijos y esto lo tienen que hacer junto a otros padres y madres. La mal llamada familiar nuclear industrial está siendo barrida y se necesitan nuevas y autenticas respuestas  frente al salvaje individualismo neoliberal.

 

 Carlos Llarandi

Profesionales por el Bien Común

 

[1] https://www.religionenlibertad.com/polemicas/925044502/hijos-destruido-idea-maternida-bella-consejera-familiar.html?utm_source=boletin&utm_medium=mail&utm_campaign=boletin&origin=newsletter&id=31&tipo=3&identificador=925044502&id_boletin=278984661&cod_suscriptor=12645900

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