Todos los nombres son patrimonio de la humanidad

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Nos presentan a alguien y al momento ya hemos olvidado su nombre. Suele pasar, sobre todo cuando nos presentan varias personas a la vez. Nunca me había parado a reflexionar en la importancia de este asunto hasta que un día me topé con un relato de Leonidas Andreiev. Se titulaba “Bargamot y Garaska”.

 

Bargamot era un guardia vulgar, sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas del cuerpo, un mastodonte, alguien con el que la naturaleza se había mostrado avara, un zoquete al que las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza.

Una noche de Sábado Santo, Bargamot patrullaba las calles como siempre, estaba de muy mal humor, todo el mundo iría a la iglesia y él tendría que estar trabajando. De pronto se encuentra con Garaska, su enemigo mortal: ningún borracho le daba tanto que hacer como él. A pesar de su aspecto insignificante, era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto le hacía enmendarse. A Bargamot no le tenía respeto alguno, ¿de que vivía aquel hombre? ¡misterio!, nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.

 

¡Buenas noches Bargamot!, ¿Cómo va esa preciosa salud?

¿A dónde vas?, le preguntó severo el guardia.

¡Siempre adelante!

A ver si robas algo, ¿eh? ¡tendré que llevarte a comisaria!

¿Usted a mí? ¡Permítame que lo dude! El borracho escupió.

¡Andando! Gritó Bargamot, en la comisaria hablaremos.

Y su mano robusta agarró por el cuello de la chaqueta a Garaska arrastrándolo como un remolcador a un barco. Estaba furioso, le haría perder media hora.

¿Qué día es hoy guardia? Preguntó el borracho.

No tengo ganas de conversación, contestó Bargamot

Han tocado a Gloria en San Miguel Arcángel, ¿verdad?

Si ¿y qué? Dijo extrañado el guardia

Porque Cristo ha Resucitado. Yo soy cristiano.

Bargamot sintió cierto descontento de sí mismo: su conducta con aquel hermano en Cristo había sido cruel. Él tiene alma también.

Vente a casa, dijo de pronto, comerás con nosotros.

¿A tu casa? El asombro de Garaska no tuvo límites, ¡Bargamot le invitaba a cenar!

La que se quedó estupefacta fue María, la mujer de Bargamot, pero su buen corazón le dictó lo que debía hacer. Momentos después, Garaska, desconcertado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubiera querido que se le tragara la tierra: le avergonzaban sus harapos, sus manos sucias, su borrachera……Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa.

Sírvase más sopa, dijo María acercándole la sopera, sírvase más sopa, Garaska…No sé cuál es su nombre.

Andreich

Sírvase más sopa Andreich.

A Garaska se le atragantó la cuchara que iba a deglutir. Soltó la cuchara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido brotó de su pecho.

¿Por qué llora usted, Andreich? Inquirió ella compasiva, cariñosamente.

Me llaman por mi nombre, balbució sollozante el borracho. Es la primera vez desde que nací…que me llaman así”.

 

El nombre nos lo ponen al nacer y es de las pocas cosas enteramente nuestras que nadie nos puede quitar. A veces tenemos nombre antes incluso de nacer, no es extraño encontrarse con jóvenes que aún no tienen claro cuál será su futuro profesional y sin embargo ya te dicen: tendré un hijo y le llamaré……En ocasiones tenemos nombre mucho antes de que nuestros padres se conozcan.

Es significativo también, que, en los momentos más duros, cuando las peores tragedias se ciernen sobre nosotros, el nombre es todo lo que tenemos para que los demás nos recuerden, para que algo pueda quedar de nuestro paso por este mundo.

En su novela “las nieves azules”, Piotr Bednarski cuenta como su abuela se escapó de un Gulag para buscar los restos de su marido, muerto durante el traslado, y poner el nombre sobre el hipotético lugar dónde se encontrasen sus restos.

 

Las abuelas no suelen crear problemas, pero en nuestra familia sí. La abuela Anastasia había desaparecido un buen día dejando una nota donde se informaba de que se había ido a buscar la tumba de su marido.

Al abuelo Teodor lo fusilaron en el camino. Cuando el tren de deportados en que viajábamos se detuvo por primera vez no lo hizo en una estación, sino en el campo. Se abrieron los cerrojos de las compuertas y se nos permitió salir. Con asombro infinito me quedé mirando el horizonte nevado. ¿Qué era aquello? Detrás de mí, el infierno de un vagón de deportados con un agujero por letrina y un camastro de ramas; ante mí, el milagro invernal del mundo creado por Dios. Bajé de un salto, ajeno a todo y corrí sin recelo, ligero y feliz. No oía nada: ni los gritos de los guardias ni los disparos. Sólo al caer sobre la dura nieve volví a la realidad. Alguien me había puesto la zancadilla. Me quise incorporar y mi vista se topó con una estrella roja. Me apuntaban con una bayoneta en el pecho. La imagen era tan aterradora que perdí la conciencia. La puntilla fue la noticia de la muerte de mi abuelo, de la que yo resulté ser el causante: justamente después de que el guardia me dijese que diera media vuelta, el abuelo Teodor saltó también para detenerme y lo interpretaron como una tentativa de fuga.

 

Su abuela escapó del Gulag, seguramente tenía la esperanza de que algún buen ciudadano hubiese recogido el cuerpo de su marido y lo hubiese enterrado, pero allí nadie sabía su nombre. La abuela preparó la fuga, la llevó a cabo y caminó sobre la nieve de Siberia, fugitiva sin agua y sin comida, para colocar el nombre de su marido dondequiera que se hallasen sus restos. Después de hacerlo, regresó al Gulag con su familia, invirtió seis meses en aquella misión.

 

Podríamos pensar: Es lógico, era su marido, pero el hecho de dar un lugar de reposo debidamente señalizado a los restos de nuestros semejantes no es un asunto meramente familiar, lo hemos visto con los ciudadanos anónimos que recogieron al abuelo Teodor del camino y sin saber quién era lo enterraron junto a sus seres queridos en el cementerio del pueblo. Una tumba sin nombre hasta que llegó la abuela para completar ese magnífico trabajo comunitario. Y lo vamos a ver más claramente en otro relato maravilloso que también ocurrió en tierras soviéticas.

 

Entre las horribles consecuencias que trajeron los totalitarismos del siglo XX, una de las que más dolor acarrearon es el hecho de no saber dónde están los restos de aquellos seres queridos que fallecieron.

 

Vladimir Makanin en su relato “La letra A” habla de cómo ante el inminente desmantelamiento de un Gulag en Siberia, los allí encarcelados piden al comandante jefe que sobre una montaña en la que están enterrados todos los fallecidos en aquel campo desde que se construyó se erija una gran letra para marcarlo y unas placas con los nombres de los allí fallecidos.

 

En principio no fue una idea de todos, la mayoría prefería gastar las fuerzas en conseguir comida y agua, pero la perseverancia de uno de los reclusos, el más antiguo, el que lo había vivido todo desde el principio, fue la que consiguió convencer a los otros de la importancia de que fuese reflejado allí el paso de tantas personas fallecidas injustamente. Y les convenció definitivamente, cuando ante la duda de que alguien recordará los nombres de los caídos, él detalló uno por uno los nombres de todos y cada uno de ellos.

 

 

El preso se quedó oteando con cara inexpresiva la puesta de sol durante un buen rato. Miraba hacia el oeste desde el rincón más perdido. Miraba desde la Taiga siberiana hacía el emplazamiento geográfico de la sierra de los Urales, infinitamente lejos de allí. Y luego pronunció dos palabras que oyeron tanto el vigilante, como los presos: Es ella.

Se refería a la libertad, hablaba de la libertad y miraba la letra. La letra que ya tenía su travesaño, hecha y derecha. La letra A. Los presos llevaban ya más de un año realizando su empresa secreta y orgullosa: tallar una palabra en la piedra, al lado del campo. En un peñón, para que se viera desde lejos. Con cada muesca en la piedra parecían que ellos avanzaban poco a poco hacia alguna parte. Llevaban sus vidas de mierda hacia algún punto de la eternidad. Movían sus destinos congelados, grises y miserables. La faena no era rápida. Un día tras otro, una semana, un mes. Es muy probable que la dirección del campo ya tuviera noticia de ese trabajo clandestino. No lo aprobaba, desde luego. Pero hacían la vista gorda. Les convenía tener a los presos ocupados en algo concreto y comprensible. El director del campo observaba su afanosa labor con tranquila curiosidad. Los miraba de vez en cuando a través de sus prismáticos.

 

En cierto sentido la palabra tallada en la roca seria como una inscripción mortuoria. Y el peñón como una placa sepulcral común, quedaría para los siglos. Sin nombres, sin fechas. Probablemente fuera eso lo que entrevió el viejo Kon. Esa grandiosidad sin rostro lo había asustado. Las placas las pondrán después, no estaba bien enterrarlos sin poner nombres. No estaba bien dejarlos en una fosa común, se necesitaba poner placas, no en vano Koniáyev ha ido memorizando los nombres y se acuerda de todos.

 

Están almacenados en su cabeza, en su memoria ¡como clavos en los sesos! ¡Estad seguros! Y el anciano mandamás empezó a gritar los nombres por orden…Los presos cuya memoria se había agriado hacía ya tiempo se quedaron boquiabiertos. Impresionados ¡cuántos de ellos habían muerto! Cada uno se acordaba de unos cuantos, de los suyos. Para nosotros el resto desaparecía, se los llevaba la lluvia. ¡Vaya si se acuerda de todos! Quedaron asombrados por la tenacidad, por la obstinación de la memoria. Los presos lo miraban con admiración. ¡Vaya fenómeno! ¿es posible que vayan a poner placas a todos? No lo interrumpían. No les dejaba dormir, en medio de la noche, Kon acabó de gritar toda la lista.

¡Más y más apellidos! No se olvidó de ningún nombre.

 

Los nombres, todos los nombres, patrimonio de la humanidad, a través de ellos tres autores rusos nos llevan a meditar sobre lo que significa ser persona, de nuestra responsabilidad individual y colectiva. De la importancia de que un hecho tan simple como el que se nos llame por nuestro nombre supone el más elemental recordatorio de nuestra inalienable dignidad. De lo que un grupo de personas con vocación al bien común puede hacer por el prójimo, lo conozcamos o no. Y de cómo podemos ser capaces de mover montañas o de esculpir sobre ellas los nombres de quienes allí reposan, para que futuras generaciones nunca los olviden, ni a ellos ni lo que allí sucedió.

Bloy Maurin

 

Bibliografía

“Relatos”. Leonidas Andreiev. Editorial Libra 1971.

“Las nieves azules”. Piotr Bednarski. Malpaso ediciones. 2013

“El prisionero del Cáucaso y otros relatos”. Vladimir Makanin. Acantilado 2011.

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