Suicidio, Suicidio Asistido y Eutanasia. Lecciones de la experiencia holandesa

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1989
PBC -comparte

No es una obra cualquiera sobre la eutanasia. Es el informe serio y científico del Director Médico de la Suicide.

 

Prevention Internacional, y Catedrático de Psiquiatría del New York Medical College, que frenó a la administración Clinton cuando se disponía a sacar una ley financiada con fondos federales. El autor fue llamado a declarar, resumiendo las conclusiones de su obra, ante el Congreso de los Estados Unidos. Herbert Hendin se había desplazado antes a Holanda para estudiar la posibilidad de legalizar la eutanasia; el resultado fue este clarificador informe, recogido en un libro que se lee como novela, y que tuvo un enorme impacto en la opinión pública norteamericana.


Recuperamos este documento para el blog de PBC.

Resumen para el Subcomité del Congreso de los Estados Unidos de América

Herbert Hendin

 

La necesidad de cuidar a los enfermos terminales y de reducir sus padecimientos, ¿requiere que se conceda a los médicos el derecho de terminar con vidas de pacientes?

 

La necesidad de cuidar a los enfermos terminales y de reducir sus padecimientos, ¿requiere que se conceda a los médicos el derecho de terminar con vidas de pacientes?
Esta pregunta nos lleva a tomar conciencia de que ni la legalización ni la prohibición del suicidio médicamente asistido o de la eutanasia resuelven el gran problema de cuidar humanamente de nuestros enfermos terminales. Hasta cierto punto, las peticiones de legalización no son sino un síntoma de nuestro fracaso en desarrollar una respuesta adecuada a los problemas de los moribundos, al miedo a llegar a padecer un dolor insoportable y a la prolongación de la vida en circunstancias intolerables.

 

Los no iniciados en el tema suelen suponer que los enfermos graves o terminales que desean poner término a sus vidas son distintos de los que quieren suicidarse por otras razones. La primera reacción de muchos pacientes al tener conocimiento de la gravedad de su enfermedad y de su posible muerte es, sin embargo, la de terror, la de deprimirse y desear morir. Esos pacientes no son muy distintos de los que reaccionan ante otras crisis con el deseo de acabar con esas crisis por el procedimiento de acabar con sus vidas.
Muchos pacientes y médicos desplazan su ansiedad ante la muerte, centrándose en las circunstancias que la acompañan: el dolor, la dependencia, la pérdida de dignidad, y los desagradables efectos secundarios de los tratamientos médicos. El hecho de centrarse en el proceso, o de enfadarse con él, les distrae de su miedo ante la muerte.

Si el paciente encuentra entonces a un médico que comparte esa visión de la vida como algo que merece ser vivido sólo bajo ciertas circunstancias, la rigidez del paciente se ve entonces reforzada.

Los pacientes suicidas suelen inclinarse también por poner condiciones a su vida. No quiero vivir ya… “sin mi marido,”… “si pierdo mi belleza, mi poder, mi prestigio, o mi salud,” o  “si voy a morir pronto”. Piden a la vida lo que la vida ya no les puede dar. La expresión más dramática de su necesidad de mantener el control es su empeño por determinar el tiempo, lugar y circunstancias en que ha de producirse su muerte.
La Depresión, causada a menudo por el conocimiento de la gravedad de su enfermedad, exagera su tendencia a ver los problemas como blanco o negro. Si el paciente encuentra entonces a un médico que comparte esa visión de la vida como algo que merece ser vivido sólo bajo ciertas circunstancias, la rigidez del paciente se ve entonces reforzada.

No sólo los pacientes son  incapaces de tolerar las situaciones que no pueden controlar. Desde el punto de vista del médico, Lewis Thomas ha escrito con profundidad sobre el sentimiento de fracaso e indefensión que pueden llegar a experimentar los médicos al enfrentarse con la muerte. Esos sentimientos explican por qué los doctores encuentran tanta dificultad en discutir con los pacientes su enfermedad terminal. La mayoría de ellos evitan ese tipo de discusiones, mientras que la mayor parte de los pacientes prefieren hablar francamente sobre el tema. Esos sentimientos pueden explicar también la tendencia de los médicos a utilizar medidas excesivas para mantener la vida y su necesidad de hacer de la muerte una decisión del médico. Al decidir cuándo han de morir los pacientes, al hacer de la muerte una decisión médica, el doctor se hace la ilusión de mantener el dominio sobre la enfermedad y sobre los sentimientos de indefensión que la acompañan. Es el médico, y no la enfermedad, el responsable de la muerte. El suicidio asistido y la eutanasia llegan a ser modos de tratar con la frustración ante la incapacidad de curar la enfermedad.
La petición de suicidio asistido suele hacerse también con mucha ambivalencia, como sucede en los intentos de suicidio. Si el doctor no es capaz de reconocer esa ambivalencia, así como la ansiedad y depresión que subyacen a la petición de muerte de un paciente, ese paciente queda atrapado por su propia petición y muere en un estado de terror que nadie advierte.

Como estaba mentalmente lúcido, habría sido considerado apto para el suicidio asistido, y seguramente habría encontrado a un doctor que habría accedido a su petición.

Hace unos años, un joven profesional de treinta y pocos años que padecía una grave leucemia fue llevado a mi consulta. Tim, un ambicioso ejecutivo cuya lucha por el éxito profesional le había llevado a descuidar las relaciones con su esposa y con su familia, se encontraba aturdido y sin ideas. Su reacción inmediata fue la de desesperarse, y una enfadada preocupación por el suicidio, pidiendo ayuda para llevarlo a cabo. Le preocupaba llegar a ser dependiente y temía tanto los síntomas de su enfermedad como los efectos secundarios del tratamiento.
Las angustias de Tim sobre las penosas circunstancias que rodeaban su muerte no eran infundadas, pero su temor a la muerte las amplificaba. Una vez que Tim y yo pudimos hablar sobre la posibilidad o probabilidad de su muerte  –lo que la separación de su familia y la destrucción de su cuerpo iban a suponer para él— su desesperación desapareció. Aceptó el tratamiento médico y usó los meses que le quedaban de vida para vivir más cerca de su mujer y de sus padres de lo que lo había hecho hasta entonces. Dos días antes de morir, Tim hablaba de lo que se habría perdido si no hubiese tenido la oportunidad de irse de este modo amoroso.
Si el suicidio asistido hubiera sido legal, como en la ley de Oregón que está ahora en los tribunales, probablemente Tim habría pedido ayuda a un médico para acabar con su vida. Como estaba mentalmente lúcido, habría sido considerado apto para el suicidio asistido, y seguramente habría encontrado a un doctor que habría accedido a su petición.

 

Acabo de terminar un estudio sobre el suicidio asistido y la eutanasia en Holanda, donde ambos son práctica aceptada. En las primeras etapas de mi trabajo, me fue mostrada por la Sociedad Holandesa para la Eutanasia Voluntaria una película titulada “Cita con la Muerte”, que tenía el objetivo de promover la eutanasia. Me acordé entonces de Tim al ver cómo el fracaso de un médico en tratar el temor a la muerte en un enfermo le llevó a una prematura terminación de su vida.
Un hombre de cuarenta y dos años había dado positivo en un test de SIDA. Aún no había desarrollado los síntomas, pero había visto sufrir a otros con esos síntomas y pedía ayuda a su médico para morir. El doctor le explicó con comprensión que aún podía vivir durante algunos años sin esos síntomas.
Pasado un tiempo el paciente repitió su petición de eutanasia, y entonces el doctor accedió a ello. Aquel hombre sufría una clara depresión y estaba abrumado por su situación. El doctor determinó que el paciente había sido persistente en su petición y que tenía lucidez para tomas decisiones –los criterios exigidos a los pacientes en Holanda– pero no fue capaz de darse cuenta del terror subyacente a aquella petición.
La consulta había sido en ese caso mero formalismo. Un colega del doctor había visto al paciente brevemente para confirmar que era lo que él deseaba. En muchos casos, el doctor consultado ni siquiera ve al paciente. Con un médico con más psicología, que hubiese buscado algo más que una justificación para ceder a esa petición de muerte –algo más probable de encontrar en una cultura que no acepta la eutanasia– ese hombre no habría necesitado que se procurase su muerte.

La probabilidad de que los pacientes pudiesen terminar con sus vidas si la eutanasia no estuviese a su disposición fue una de las justificaciones aportadas por los médicos holandeses para facilitar esa ayuda.

Entre los casos que me fueron presentados por médicos de Holanda, y entre los que yo he estudiado en este país, he visto muchos ejemplos parecidos. Pacientes cuyo temor a morir les lleva a pedir el suicidio asistido o la eutanasia pueden resultar muy distintos de los que están preocupados por tener que sufrir en los últimos días de su vida.
Siempre que, como en Holanda, o como en la reciente ley de Oregón que está ahora en los tribunales, se legaliza el suicidio asistido, estos dos grupos de pacientes llegan a una confusión total. En tal situación, éstos, que son básicamente pacientes suicidas, llegan a ser las víctimas voluntarias de los practicantes de la eutanasia.
En la pasada década, al hacer el suicidio asistido y la eutanasia de fácil acceso, los holandeses redujeron el porcentaje de suicidios entre la población mayor de cincuenta años. La probabilidad de que los pacientes pudiesen terminar con sus vidas si la eutanasia no estuviese a su disposición fue una de las justificaciones aportadas por los médicos holandeses para facilitar esa ayuda.

Por supuesto que los defensores de la eutanasia pueden mantener que al hacer el suicidio “innecesario” para los mayores de cincuenta años que están físicamente enfermos es un resultado beneficioso de la legalización, más que un síntoma de abuso. Tal actitud depende, claro está, de si uno cree que hay alternativas al suicidio asistido o a la eutanasia para tratar los problemas de los enfermos mayores. Entre la población de edad, la enfermedad física de cualquier tipo es normal, y muchos que tienen problemas para enfrentarse a la enfermedad física se inclinan por el suicidio. En una cultura que acepta la eutanasia, su malestar puede ser aceptado como razón legítima para la eutanasia. Sería pues más que irónico describir la eutanasia como el procedimiento holandés de curar el suicidio.
Esto parece aún más verdad desde que los holandeses han aceptado recientemente los padecimientos mentales, aun en ausencia de enfermedad física, como justificación para el suicidio asistido y la eutanasia.

 

En la primavera de 1993, un tribunal holandés en Assen determinó que estaba justificado que un psiquiatra ayudase a suicidarse a una paciente, una trabajadora de cincuenta años físicamente sana, pero sumida en un estado de tristeza por la muerte de su hijo,  y que había acudido al psiquiatra diciendo que quería la muerte y no un tratamiento. Tuve la oportunidad de conversar durante unas siete horas con ese psiquiatra. Sin entrar en los detalles del caso, que he discutido en otro lugar, vale la pena consignar aquí que el psiquiatra ayudó a la paciente a suicidarse poco después de dos meses de que ella fuera a verle, y cuatro meses después de que su hijo muriese de cáncer. La discusión del caso se centró en si el psiquiatra, asesorado por expertos, hizo bien al estimar que la mujer sufría una pena que podamos comprender pero no podamos tratar. Aunque nadie debería subestimar la pena de una madre que ha perdido a su hijo tan querido, la vida ofrece muchos modos de sobreponerse a esa pena, y el tiempo podría haber acabado arreglando por sí mismo ese estado de ánimo.
El Tribunal Supremo de Holanda que dictaminó sobre el caso de Assen en Junio de 1994, se mostraba de acuerdo con los tribunales inferiores al afirmar que los sufrimientos mentales pueden ser motivos para una eutanasia, pero estimaba que en ausencia de enfermedad mental, el paciente debería haber sido examinado por un psiquiatra de consulta.

 

En las dos últimas décadas, Holanda se ha deslizado desde el suicidio asistido hasta la eutanasia, desde la eutanasia para los enfermos terminales a la eutanasia para los enfermos crónicos, desde la eutanasia para las enfermedades físicas a la eutanasia por malestar psicológico, y desde la eutanasia voluntaria hasta la eutanasia no voluntaria y la involuntaria.
Una vez que los holandeses aceptaron el suicidio asistido, no era ya posible legal ni moralmente negar más ayuda médica activa, es decir negar la eutanasia a quienes no podían procurarse por sí mismos la muerte. Ni se podía negar la ayuda para el suicidio o la eutanasia a los crónicamente enfermos, pues les queda más tiempo para sufrir que a los enfermos terminales, ni a los que sufren padecimientos de índole psicológica sin estar vinculados a ninguna enfermedad física.  Negársela vendría a ser algo así como una discriminación. Y la eutanasia involuntaria se ha visto justificada por la necesidad de tomar decisiones por los pacientes que no tienen ya lucidez.

Que es a menudo el doctor y no el paciente quien decide la muerte, es algo que subrayó la documentación sobre “eutanasia involuntaria” en el informe Remmelink  –el estudio encargado por el gobierno holandés. “Eutanasia involuntaria” es un término que molesta a los holandeses. El holandés define la eutanasia como la terminación de la vida de una persona a petición suya. Si la vida es terminada sin petición alguna, no consideran que haya habido eutanasia. El informe Remmelink usa de modo inquietante la expresión “terminación del paciente sin petición explícita” para referirse a la eutanasia llevada a cabo sin consentimiento de los enfermos lúcidos, parcialmente lúcidos, o sin lucidez.

 

El informe revela que en aproximadamente 1.000 de las 130.000  muertes anuales en Holanda, los médicos admiten haber causado activamente o adelantado la muerte sin la petición del paciente

El informe revela que en aproximadamente 1.000 de las 130.000  muertes anuales en Holanda, los médicos admiten haber causado activamente o adelantado la muerte sin la petición del paciente. En unos 25.000 casos, se tomaron decisiones médicas al final de la vida que podrían haber tenido la intención de acabar con la vida del paciente sin su consentimiento. En unos 20.000 de ellos (aproximadamente el ochenta por ciento) los médicos habían aducido la incapacidad de comunicación del paciente como justificación para no haber contado con su consentimiento.
Esto nos deja con unos 5.000 casos en que los médicos tomaron decisiones que podían haber acabado con las vidas de pacientes lúcidos, o que llevaban precisamente esa intención, sin haber consultado con ellos. En el 13 por ciento de esos casos, los médicos que no consultaron con pacientes lúcidos para tomar decisiones que podrían, o intentaban de hecho, acabar con sus vidas, adujeron como razón para no haberlo hecho que habían hablado previamente alguna vez del tema con el paciente. Parece, con todo, incomprensible que un médico pueda terminar con la vida de un paciente lúcido sobre la base de una conversación anterior, sin comprobar siquiera si el paciente sigue pensando aún del mismo modo.

Un número considerable de los defensores de la eutanasia en Holanda admite que la legalización de la eutanasia ha llevado a los médicos a sentir que pueden ellos tomar decisiones de vida o muerte sin consultar con los pacientes. Muchos defensores se muestran en privado partidarios de que los médicos terminen con las vidas de pacientes lúcidos sin consultarles. Un abogado que representa a la Sociedad Holandesa para la Eutanasia Voluntaria me puso como ejemplo un caso en que el doctor había terminado la vida de una monja varios días antes de lo que hubiera sido su muerte natural porque tenía un dolor insoportable pero sus convicciones religiosas no le permitían pedirle morir. Nada pudo argumentar cuando le pregunté por qué no se le permitió morir del modo en que ella quería.
Incluso cuando los enfermos piden o consienten la eutanasia, en los casos que me fueron presentados en Holanda y en los casos que he estudiado en este país, el suicidio asistido y la eutanasia fueron normalmente el resultado de una interacción en la que las necesidades y el carácter de los familiares, de los amigos, y del doctor, jugaron un papel tan importante y a menudo más importante que el del mismo paciente.
En un estudio de la eutanasia practicado en los hospitales holandeses, los doctores y las enfermeras informaron de que la mayor parte de las peticiones de eutanasia vienen de los familiares, más que de los mismos pacientes. El investigador concluía que las familias, los doctores, y las enfermeras  habían urgido a los pacientes para que pidieran la eutanasia.

Una revista médica holandesa recogía el ejemplo de una esposa que ya no quería cuidar más de su esposo enfermo; le había dado a elegir entre eutanasia o ingreso en una residencia para enfermos crónicos. El hombre, temeroso de verse a merced de extraños en un lugar nada familiar para él, escogió la muerte. El doctor, aun sabedor de esa coacción, terminó con la vida de ese hombre.
El informe Remmelink reveló que más de la mitad de los médicos holandeses consideraba apropiado sacar el tema de la eutanasia con sus pacientes. Casi todos los médicos defensores de la eutanasia con los que he hablado en Holanda entendían eso como dar al paciente la posibilidad de considerar una opción que él o ella no se hubiera atrevido a sacar, más que como una forma de coacción. No parecían darse cuenta de que el doctor les está diciendo al mismo tiempo que su vida no vale ya la pena, un mensaje que puede tener un efecto poderoso en la visión de un paciente y en su decisión.

La experiencia holandesa ilustra el modo en que esta legalización promueve una cultura que transforma el suicidio en suicidio asistido y eutanasia, y que anima a los pacientes y a los doctores a ver el suicidio asistido y la eutanasia  –propuesto como desgraciada necesidad para sólo casos excepcionales—en el modo más rutinario de tratar con la enfermedad grave o terminal.

La presión por mejorar los cuidados paliativos aparece haberse evaporado en Holanda. La discusión de los cuidados de los enfermos terminales está ahora dominada por el cómo y el cuándo extender el suicidio asistido y la eutanasia a grupos cada vez más amplios de pacientes. Dadas las desigualdades en nuestro sistema sanitario y lo poco que aún cuidamos a nuestros enfermos terminales,  nuestros cuidados paliativos correrían el mismo camino en nuestro país. La eutanasia acabaría siendo nuestro modo de ignorar las verdaderas necesidades de nuestros enfermos terminales.
La gente se hace la ilusión de que la legalización del suicidio asistido y la eutanasia le proporcionará mayor autonomía. Pero si la experiencia holandesa enseña algo, es precisamente lo contrario. En la práctica es el doctor quien decide si se ha de practicar la eutanasia. Él puede sugerirlo, puede no dar a los pacientes otras alternativas que son por otra parte obvias, puede ignorar la ambivalencia de los pacientes, y puede incluso llevar a la muerte a quienes no se lo han pedido. La eutanasia aumenta el poder y el control de los médicos, no el de los pacientes.
La gente supone que el doctor que anima o que da su apoyo a un suicidio asistido está haciendo un juicio tan objetivo como puede ser el de un especialista de rayos X. No ven el papel decisivo en la decisión de la eutanasia de las necesidades y valores del médico.

Casi cada pauta prevista por los holandeses para la regulación de la eutanasia ha sido modificada o violada con impunidad. A pesar de todos sus esfuerzos, los holandeses sólo han sido capaces de conseguir que el 60 por ciento de sus doctores informe de sus casos de eutanasia (y tiene razón el informe Remmelink al cuestionar si todos ellos han informado con fidelidad). Como el hecho de seguir las pautas les libraría del riesgo de persecución legal , y como el cuarenta por ciento de los doctores admite no haber informado de sus casos, y el 20 por ciento dice que bajo ninguna circunstancia piensan hacerlo, parece que hay una base para suponer que esos doctores no siguen las pautas. Los casos que nos han sido presentados a mí y al Dr. Carlos Gómez apoyan esta tesis. El Dr. Gómez y yo fuimos a Holanda en diferentes ocasiones y con perspectivas totolmente diferentes, ya que él es un especialista en cuidados paliativos y yo soy un psiquiatra. Sin embargo, después de haber oído detalladamente casos de eutanasia presentados por los médicos holandeses, ambos llegamos  independientemente a la misma conclusión: que no es posible legalizar la eutanasia y mantenerla bajo control mediante la prescripción de unas ciertas pautas a seguir.
Un sistema de vigilancia para proteger a los pacientes exigiría de alguien que pudiese ver toda la situación, incluyendo a la familia, al paciente, al doctor, y, sobre todo, la interacción entre ellos antes de que se lleve a cabo el suicidio asistido y la eutanasia. Esto conllevaría una intrusión en las relaciones entre paciente y doctor que la mayor parte de los pacientes no consentiría, ni muchos de los doctores aceptarían.

 

Sin esa intrusión antes del hecho, no hay ley ni conjunto de pautas que puedan proteger a los pacientes. Después de que la eutanasia ha sido realizada, como sólo los pacientes y los doctores pueden conocer los hechos reales del caso, y como sólo el doctor está vivo para contarlos, cualquier comité legal médico o interdisciplinario, como en Holanda, sabrá del caso sólo lo que el doctor quiera contarles.

 

La sanción legal crea una atmósfera de permisividad que parece fomentar que no se tomen las pautas con demasiada seriedad. La idea de que los doctores americanos –que admiten violar leyes serias al ayudar ahora a suicidios— seguirían entonces esas pautas si el suicidio asistido fuera aquí legalizado, no es algo que venga ilustrado por la experiencia holandesa; ni es probable, habida cuenta del fracaso de los americanos que han practicado el suicidio en seguir las salvaguardas elementales en los casos que han publicado.

 

Los pacientes que piden la eutanasia están pidiendo normalmente del modo más dramático posible que se dé un remedio a su sufrimiento físico y mental. Cuando esa petición se hace a un médico que se preocupa de ellos, que es sensible y comprensivo, que puede tratar ese temor, aliviar su sufrimiento, y asegurarles en que él o ella permanecerán a su lado hasta el final, la mayor parte de esos pacientes no quiere ya morir, y están agradecidos por el tiempo que aún se les da de vida.

Los avances en nuestro conocimiento de los cuidados paliativos en los últimos veinte años nos hacen ver que preocuparse por  los enfermos terminales no es algo que requiera la legalización del suicidio asistido y de la eutanasia. Un estudio ha demostrado que la mayor parte de los médicos saben menos sobre cuidados paliativos cuanto más a favor están de la legalización del suicidio asistido y de la eutanasia. Nuestro reto es llevar ese conocimiento y esos cuidados a todos los enfermos terminales.

 

Nuestro éxito en el reto de procurar cuidados paliativos a los enfermos terminales supondrá mucho para la conservación de nuestra humanidad social. Si no procuramos esos cuidados, la legalización del suicidio asistido y la eutanasia se convertirían en la respuesta simplista a los problemas de los moribundos. Si la legalización acaba por triunfar, perderemos más vidas por suicidio (aunque demos a esas muertes otro nombre) que las que pueda salvar la Fundación Americana del Suicidio y otras instituciones que trabajan para la prevención del suicidio en nuestro país.
La tragedia que espera a los pacientes depresivos suicidas es comparable con la de los terminalmente enfermos, y esto especialmente en el caso de los ancianos pobres. El suicidio asistido y la eutanasia llegarán a ser el modo rutinario de tratar a los enfermos graves y terminales, justo como ha ocurrido en Holanda; quienes no tienen medios estarán bajo presión para aceptar la opción de la eutanasia. En este proceso, los cuidados paliativos se verán recortados y no serán algo para todos.

 

Los defensores de la eutanasia han llegado a ver el suicidio como una cura de la enfermedad y como un modo de arrebatar a la muerte su poder sobre la capacidad humana de controlar. Se han apartado de lo que podría haber sido un esfuerzo constructivo para tratar la fase final de la vida. Nuestra política social ha de basarse en una preocupación mayor y más positiva por los enfermos terminales. Debe reflejar una creciente determinación por aliviar el dolor físico, para descubrir la naturaleza de nuestros temores, y para disminuir el sufrimiento reafirmando en la vida que ha sido vivida y que aún no ha acabado.

 

Bibliografía
1. H. Hendin, and G. Klerman, «Physician-Assisted Suicide: The Dangers of Legalization,» American Journal of Psychiatry, 1993
2. H. Hendin, Suicide in America, New York: W. W. Norton, 1995.
3. Ibid.
4. L. Thomas, «Dying as Failure?,» American Political Science Review, 1984,444:1-4.
5. D. Hendin, Death as a Fact of Life, New York: W.W. Norton, 1973, citing H. Feifel «Physicians Consider Death,» unpublished manuscript presented at 1967 meeting of the American Psychological Association.

 

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