Marxismo y Derechos de bragueta

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Hace ahora un año publicábamos una serie de cuatro artículos, titulada Capitalismo y derechos de bragueta, en los que mostrábamos cómo el antinatalismo fue una obsesión recurrente de todos los padres fundadores del pensamiento capitalista, desde Adam Smith a David Ricardo, desde Malthus a John Stuart Mill. Entendieron aquellos hombres protervos que el capitalismo sólo podría imponer sus postulados si lograba debilitar la posición de los trabajadores; y, para ello, tuvo desde el principio claro que debía hacerlos infecundos. Pues, cuantos menos hijos tuviesen, se conformarían con salarios más bajos; y lucharían con menos ardor por sus derechos, pues sólo los hombres fecundos miran hacia el horizonte. Los hombres estériles, en cambio, se miran el ombligo.

 

por Juan Manuel de Padra

 

El capitalismo se dedicó desde el principio, pues, a destruir la institución familiar, alentando el divorcio, provocando la lucha entre los sexos y escarneciendo las viejas virtudes, hasta instaurar una nueva religión que, a la vez que exaltaba la lujuria, prohibía la fecundidad. Chesterton ha descrito este designio del capitalismo con palabras imperecederas que, lamentablemente, el catolicismo farisaico y pompier, lacayo del Dinero, ha procurado siempre ocultar. La apoteosis de esta religión promovida por el capitalismo se está produciendo en nuestra época, que celebra con eufórico orgullo el sometimiento de nuestra generación a los imperativos del antinatalismo más aberrante. Y que exalta una serie de derechos de bragueta cuyo poder narcotizante hace pasar inadvertida la simultánea consunción de los derechos derivados del trabajo.

 

Que al capitalismo le interesa promover de los derechos de bragueta resulta evidente; pues sabe que el trabajador que carece de una prole por la que luchar acaba convirtiéndose en un conformista. Pero, ¿cómo se explica que aquellas ideologías surgidas para combatir al capitalismo hayan terminado siendo sus mamporreros más abnegados y eficaces en la propagación y proliferación de estos derechos de bragueta? ¿Cómo es posible que quienes supuestamente defendían a los trabajadores de los embates del capitalismo se hayan convertido en sus apacentadores hacia el redil de esclavitud?

 

Nos confrontamos aquí con la traición de las ideologías izquierdistas a los trabajadores, uno de los fenómenos más estremecedores e inicuos de nuestra época. Para Marx, la liberación del hombre y la erradicación de las diversas alienaciones que lo atenazaban sólo se lograría alterando las circunstancias económicas. Sólo el cambio en las relaciones de producción desencadenaría el consiguiente desmoronamiento de la “superestructura” (que, en la jerga marxista, es el conjunto de instituciones jurídicas y políticas, así como las representaciones ideológicas, filosóficas y religiosas propias de cada época). Pero cambiar las relaciones de producción capitalistas allá donde no triunfaron las revoluciones cruentas se demostró pronto una labor ímproba para los discípulos de Marx. Y, para mantener engañados a sus adeptos, ya que no podían cambiar las relaciones de producción del capitalismo, se lanzaron a la quimera utópica de cambiar la “superestructura”. De este modo, mantenían viva una retórica “liberacionista” que disimulase su incapacidad para cambiar las relaciones de producción. Curiosamente, en esta maniobra de despiste, los discípulos de Marx se centraron en combatir aquella “superestructura” que el capitalismo siempre había aborrecido, porque para entonces era ya el único freno que dificultaba su expansión. Esa “superestructura”, por supuesto, era la moral cristiana. Y es que, como escribió Belloc, “la anarquía moral es siempre muy provechosa para los ricos y los codiciosos”.

 

Habría que empezar señalando que los padres del socialismo no fueron antinatalistas. Proudhom, en La filosofía de la miseria, había afirmado sin rebozo que «sólo hay un hombre de más sobre la faz de la tierra: el señor Malthus». Y Marx, en El capital, afirma que las teorías de Malthus fueron aclamadas por las oligarquías inglesas porque en ellas descubrieron «el extintor de todas las aspiraciones del progreso humano». El marxismo originario consideraba que la natalidad sería un instrumento poderosísimo en la liberación del proletariado; pues el anhelo de brindar a sus hijos un futuro mejor enardecería a los obreros en su lucha. Esta posición nítida del marxismo originario la encontramos todavía en líderes comunistas posteriores tan destacados como el francés Maurice Thorez, quien en 1956 escribía en L’Humanité: «Nosotros luchamos, frente al malthusianismo reaccionario, por el derecho a la maternidad y por el futuro de Francia. (…) El camino que conduce a la liberación de la mujer pasa por las reformas sociales, por la revolución social, y no por las clínicas abortivas».

 

Ni siquiera puede afirmarse que el totalitarismo soviético tuviese un designio antinatalista. Aunque Lenin, sabiendo que la anarquía moral favorecería el triunfo de la revolución, despenalizó el aborto y la homosexualidad, enseguida Stalin rectificó, prohibiendo el aborto y persiguiendo sañudamente la homosexualidad. A mediados de los años cincuenta, una vez superados los estragos causados por la guerra, la Unión Soviética volvió a promover leyes de control de la población; en cambio, extremó su vigilancia contra la homosexualidad, cuya práctica consideraba una vía de infiltración del decadente y abominable modo de vida capitalista. El comunismo soviético, pues, sólo fue antinatalista por razones de coyuntural conveniencia política, o porque la aritmética del horror de los planes quinquenales así lo establecía.

 

Si en el pensamiento marxista originario no hallamos (a diferencia de lo que ocurría con el pensamiento capitalista) odio a la procreación sí hallamos, en cambio, aversión hacia la institución familiar. En sus Tesis sobre Feuerbach, por ejemplo, Marx afirma que para combatir la «autoenajenación religiosa» no basta con disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su «base terrenal», sino que hay que transformar esta base terrenal. Y pone un ejemplo muy ilustrativo : «Después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla». Esta “deconstrucción” de la familia que propone Marx (y que sus discípulos harán suya con entusiasmo) se explica porque en ella descubre una pervivencia del principio de autoridad que es el fundamento de instituciones políticas como la monarquía. Resulta paradójico que la perspicacia de Marx descubriese al instante lo que los monárquicos de opereta ni siquiera huelen; y tampoco, por cierto, el clericalismo merengoso que oculta o tergiversa las palabras de San Pablo sobre la familia, temeroso de provocar las iras del mundo. En efecto, la familia natural es una escuela de autoridad amorosa y obediencia responsable, en donde interiorizamos el concepto de jerarquía. Marx creyó que criticando teóricamente y revolucionando prácticamente la familia podría combatirse más fácilmente la autoridad política (para entonces ya degenerada) que amparaba unas relaciones de producción injustas. Pero al capitalismo también le interesaba esta revolución de la familia, como dejó claro John Stuart Mill; y tenía la fórmula idónea para preservar las estructuras que facilitaban su hegemonía, mientras los marxistas se dedicaban a destruir las superestructuras que la dificultaban.

 

Pronto los discípulos de Marx, incapaces de liberar a los pueblos de las relaciones de producción capitalistas, se lanzaron a la destrucción de las “superestructuras”. Y, entre todas las “superestructuras” existentes, se centraron en la demolición de la religión y la moral cristianas, que eran el escudo que protegía –si bien de forma cada vez más precaria, a medida que la autoridad política no reconocía la soberanía divina– a los pobres de la rapacidad de los poderosos. Así ocurrió, por ejemplo, durante la Segunda República española, en la que las izquierdas se empeñaron en combatir la religión de forma obsesiva, lo que a la postre no hizo sino beneficiar los propósitos del capitalismo. Pues, a la vez que dotaba a sus partidarios de una coartada excelente, permitiéndoles presentarse como protectores de la religión, asociaba la salvación de la religión a la salvación del capitalismo, que es lo que hasta nuestros días ha defendido el catolicismo pompier.

 

Entre todos los discípulos de Marx que se lanzaron a la quimera utópica de cambiar las “superestructuras”, debemos citar a Antonio Gramsci. Fue él quien, en flagrante contradicción con la metodología establecida por Marx, preconizó que el cambio en las relaciones de producción sólo se lograría después de una “larga marcha” hacia la hegemonía cultural. Y esa hegemonía se lograría subvirtiendo ideológicamente las “superestructuras” asociadas a la moral cristiana. Desde entonces, para los intelectuales marxistas la familia se convirtió en una “superestructura patriarcal” abominable; y se pusieron a criticarla teóricamente, mientras el capitalismo –mucho más pragmático– la revolucionaba prácticamente con los métodos descritos por Chesterton: alentando divorcios, provocando la lucha moral y la competencia laboral entre los sexos, obligando a emigrar a los trabajadores, favoreciendo una publicidad que se burlaba de todas las virtudes domésticas, desde la obediencia a la fidelidad. El marxismo gramsciano fue el mamporrero intelectual que el capitalismo requería, la vaselina teórica que facilitaría sus violencias prácticas.

 

El marxismo gramsciano, en fin, consumó una traición a los trabajadores de magnitudes colosales, pues fue la cobertura ideológica que el capitalismo necesitaba para destruir la institución familiar y supeditarla a la organización económica, tal como había reclamado John Stuart Mill  Y su legado más evidente sería a la postre el indigno Estado de Bienestar, amalgama de capitalismo y socialismo que Belloc anticipó bajo el nombre de “Estado servil”, en donde el trabajo asalariado de una mayoría abrumadora se hace obligatorio, en beneficio de una minoría propietaria; y en donde, para que esta iniquidad no resulte del todo insoportable, se procura la «satisfacción de ciertas necesidades vitales y un nivel mínimo de bienestar». El marxismo gramsciano fue a la postre el caballo de Troya del capitalismo para que –citamos de nuevo a Belloc– «los hombres estuviesen conformes en aceptar ese orden de cosas y seguir viviendo en él»; es decir, para que acatasen las relaciones productivas del capitalismo y la autoridad política degenerada que, en lugar de combatir el poder del Dinero, se arrodillaba ante él. Autoridad política degenerada que, sin embargo, los hombres llegaron a adorar, pues entretanto habían dejado de creer en la propiedad y en la libertad, y ya sólo anhelaban «el mejoramiento de su condición mediante regulaciones e intervenciones venidas de lo alto».

 

            No hace falta añadir que, a falta de propiedad y libertad política, el capitalismo confabulado con el marxismo gramsciano ofreció a los hombres un “mejoramiento” que a ambos iba a resultar muy rentable: los derechos de bragueta.

 

Para los años setenta, la izquierda se había convertido en una caricatura degradada: absolutamente incapaz de hacer mella en las relaciones de producción capitalistas, plenamente integrada en regímenes políticos que le permitían disfrutar opíparamente del poder, sus líderes amparaban leyes cada vez más lesivas para los trabajadores. Es en este contexto cuando la plutocracia antinatalista lanza un último cebo que resultará extraordinariamente eficaz para sus fines.

 

Durante los años sesenta, las reivindicaciones de diversos grupos étnicos (v.gr. los negros de Estados Unidos) habían obtenido unos resultados que, apenas unos años antes, hubiesen resultado inimaginables. Enseguida la plutocracia antinatalista descubrió que, si lograba utilizar estos movimientos para exaltar el aborto, así como preferencias sexuales excéntricas, podrían matar dos pájaros de un tiro: por un lado, quebrarían la solidaridad de los trabajadores, entreteniéndolos en reivindicaciones que causarían una división creciente entre sus filas; por otro lado, podrían hacer avanzar su lucha contra la procreación, asociándola a movimientos que, además, los Estados financiarían, para que no los acusasen de “discriminación”. Era un método bueno, bonito y barato de conseguir sus fines antinatalistas; y, por supuesto, para ponerlo en marcha recurrieron a su tonto útil predilecto, la izquierda post-marxista y cipaya, traidora y pancista.

 

El capitalismo, en alianza con sus mamporreros marxistas, había logrado desintegrar las estructuras tradicionales de autoridad que conformaban la comunidad política, dejando a las gentes huérfanas y desposeídas de vínculos, convertidas en una masa amorfa ensimismada en sus genitales. Mediante estas “políticas de identidad”, se podía sobornar a esa masa amorfa con caramelitos muy apetitosos –discriminación positiva, cuotas laborales, “ampliación de derechos”, quirófanos gratis, etcétera– que estimularían la formación de diversos grupúsculos identitarios, ávidos de privilegios. Así se logró hacer añicos la tradición solidaria y universalista del marxismo originario.

 

La izquierda, desde entonces, se convertiría en un mosaico de intereses minoritarios, definidos por la pertenencia a una raza, por la preferencia sexual o la adscripción (cambiante) a tal o cual “género”. Estos grupúsculos se mantienen frágilmente unidos mientras existe un enemigo común real o ficticio (por ejemplo, una Iglesia católica cada vez más eclipsada); pero siembran la cizaña, arrastrados por sus intereses egoístas nunca suficientemente satisfechos, cuando ese enemigo desaparece, favoreciendo el triunfo de un capitalismo globalizado e inexpugnable (entre otras razones, porque los marxistas traidores dejaron de combatirlo, ocupados en halagar la bragueta de sus adeptos). Las políticas de identidad (feminismos, homosexualismos, ideologías de género, etcétera) desactivan por completo la vieja “lucha de clases”, atomizándola en un enjambre de luchas sectoriales y dejando a las personas a merced de su sexualidad polimorfa, que exige la satisfacción de caprichos cada vez más estrambóticos y su conversión en “derechos civiles”. Así se alcanza la apoteosis de esa religión que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad.

 

Y esos trabajadores traicionados por la izquierda, mientras disfrutan de pornografía gratuita, mientras abortan a mansalva o se cambian de sexo, mientras permiten que sus escasos hijos sean envilecidos con las formas más corruptoras de propaganda, se conforman con salarios cada vez más birriosos.

 

Y esos trabajadores traicionados por la izquierda, mientras disfrutan de pornografía gratuita, mientras abortan a mansalva o se cambian de sexo, mientras permiten que sus escasos hijos sean envilecidos con las formas más corruptoras de propaganda, se conforman con salarios cada vez más birriosos. La anarquía moral, como nos enseñaba Belloc, es siempre muy provechosa para los ricos y los codiciosos.

 

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